Vidas de mentira, muertes de verdad




Bright lights, la película sobre la relación de Carrie Fisher con su madre y que HBO exhibió el lunes pasado, sin ser gran cosa en términos de cine documental, deja en claro al menos dos cosas. La primera, la más obvia y feroz, es que Hollywood no es un buen lugar para criar niños: son tantas sus trampas y falsificaciones que el riesgo de fabricar vidas lastimadas es demasiado alto. La segunda es que, a pesar de todas las distorsiones y engaños, al final las verdades de la vida siempre son más fuertes y terminan imponiéndose.

Como hija de Debbie Reynolds y Eddie Fisher, Carrie, la célebre princesa Leia de las tres primeras entregas de la serie La guerra de las galaxias, fue parte de la nobleza hollywoodense en los tramos finales del "star system". Su casa prácticamente fueron los estudios de MGM, la factoría de la cual salieron piezas definitivas y gloriosas del optimismo estadounidense preadánico, y hubo un momento en que su madre fue la quintaesencia de la chica encantadora, risueña y divertida. Era bonita, sin duda. Pero también mucho más que bonita, porque sus películas la mostraban, antes que deseable, perfecta. Perfecta en energía, en generosidad y buena onda. Y perfecta en sonrisa, además. La suya era aún más simétrica, impecable y perpetua que la de Doris Day. Ideal para el cine musical -de hecho actuó en Cantando bajo la lluvia, una de las mejores películas de todos los tiempos- pero también para las cintas con que la industria de esa época tributaba a la entretención -siempre blanca, siempre sana- de la familia americana.

Debe haber sido devastador para ella y traumático para sus niños que muy temprano el diablo haya metido la cola. Ocurrió cuando el marido abandona la casa y se va con Elizabeth Taylor. Fue la primera alerta de disruptiva de bajeza y dolor en la burbuja de la eterna felicidad. Pero ya era tarde para cambiar: los roles estaban asignados y Debbie Reynolds de hecho continuó siendo un icono de perfección por mucho que su propia vida y la de sus hijos refutaran el concepto de plenitud. Carrie Fisher, que fue una mujer loca, bipolar, pero extremadamente inteligente, se salvó en parte porque se dio cuenta temprano del engaño que atrapó a su mamá de por vida. Se salvó también porque hizo otras cosas: escribió novelas sagaces, hizo monólogos despiadados sobre sus adicciones e introdujo reservas de cordura en esa familia que eludía la realidad, entre otras cosas porque era demasiado doloroso enfrentarla.

El documental de HBO es revelador. En el fondo es una reflexión sobre las falsificaciones del cine no muy distinta a la de El ocaso de una vida, la obra maestra de Billy Wilder con Gloria Swanson. También flota en estas imágenes la idea de que para ensoñar a sus audiencias la industria sacrificó a sus ídolos, convirtiéndolos en fetiches mórbidos y en imágenes patológicas de lo que no eran.

La parte más definitiva de Bright lights no alcanzó a filmarse porque vino después, y es que no obstante todas las imposturas y falsificaciones del medio, no obstante la orquídea plástica algo patética en que Debbie Reynolds terminó convertida, la verdad de los sentimientos igual terminó saliendo a flote. Por distorsionada y posesiva que fuera, algo duro, noble e irreductible tiene que haber habido en esa relación. De otro modo no se explica que la madre haya muerto al día siguiente que su hija. Nadie podría decir que un desenlace así era parte del show.

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