Violencia y redes sociales




Un día después que una banda de encapuchados atacara al precandidato presidencial Felipe Kast en el Parque Bustamante, un grupo de mapuches golpeó al fiscal Enrique Vásquez y causó destrozos en el tribunal de garantía de Collipulli. Tras el incidente, el fiscal regional Cristián Peredes lanzó una dura acusación contra Amnistía Internacional: "Cuando nos vemos enfrentados a una campaña en redes sociales donde se afirma con liviandad una serie de cosas que no son verdad, yo creo que todo eso contribuye para que se instale un clima enrarecido y de violencia que desemboca en los actos que estamos lamentando en estos momentos".

A simple vista, la acusación de Paredes parece desproporcionada, injusta y muy difícil de demostrar: ¿cómo se puede probar que los mapuches se pusieron violentos por los posteos y tweets de Amnistía Internacional?

Así como antes se culpaba al cine, la radio y la televisión por la violencia que podían incubar en los jóvenes, hoy se culpa a los videojuegos, las redes sociales y los teléfonos móviles por el mismo motivo. Pero como las personas somos complejas e impredecibles, siempre ha resultado muy difícil de medir la supuesta relación causa-efecto que existiría entre el consumo de determinados medios de comunicación y lo que uno termina haciendo después con su propia vida.

Si voto por un candidato de derecha, por ejemplo, ¿lo hago porque leo un diario conservador, por los comentarios de mis amigos en Facebook o porque me convenció mi padre en un asado familiar? ¿Qué influye más en mi decisión electoral: mi situación económica o la simpatía del candidato?

Las personas no somos tan racionales como creemos ni tomamos decisiones realizando cálculos matemáticos o inferencias estadísticas: votamos y compramos lo que nos tinca o seduce, y la elección de nuestros productos o servicios puede ser bastante más emocional de lo que nos gustaría reconocer. Si a alguien le gustan las películas violentas, no por eso va a salir pegando tiros del cine, y si una secta de asesinos entra a una casa de ricachones escuchando "Helter Skelter" y mata a Sharon Tate, el problema está en la cabeza de Charles Manson y sus secuaces, no en la canción de Los Beatles.

¿Eso quiere decir que hay que permitir todo tipo de contenidos, aunque inciten derechamente al odio y la violencia? En absoluto. En los países desarrollados, la incitación a la violencia, es perseguida y sancionada penalmente, y se considera como una de las pocas limitaciones legítimas que tiene el sagrado derecho de la información.

En España, por ejemplo, el Código Penal, que fue recientemente reformado para incluir la incitación al odio a través de internet, castiga con penas de presidio que van de 1 a 4 años a quienes fomenten, promuevan o inciten directa o indirectamente el odio, la hostilidad, la discriminación o la violencia contra las personas. Y en Alemania, aunque la Ley Fundamental de la República protege expresamente la libertad de expresión, el Código Penal establece fuertes limitaciones al discurso del odio (Volksverhetzung). Esta disposición fue pensada originalmente para combatir la negación del Holocausto, pero también se puede invocar  para castigar a quienes incitan al odio y la violencia contra sectores o personas específicas de la población, contra quienes convocan acciones violentas o arbitrarias, o contra quienes injurian a otros rebajando su dignidad.

En Chile, el Gobierno se querelló contra un funcionario municipal que uso Twitter para lanzar una "tormenta de fuego… contra todos los invasores del Wallmapu", pero no son tantos los casos donde se puede ver una incitación a la violencia tan burda y descarada. Más fácil sería perseguir a quienes, a vista y paciencia de todos y a cara descubierta, están atacando en la calle a políticos, funcionarios y personalidades como Luksic, que recibió un peñascazo. Solo una persona quedó detenida tras la destrucción del tribunal de Collipulli y nadie pasó por comisaría después de la cobarde agresión a Felipe Kast. Eso sí que pone en peligro al Estado de Derecho en nuestro país.

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