¿Y por casa?




Se viene marzo y los partidos políticos deberán cumplir con los requisitos de reinscripción o refichaje que ellos mismos establecieron en la ley. Durante el verano hemos sido testigos de una extensa cobertura noticiosa, tanto en lo que se refiere a la situación de algunas de estas organizaciones cuyo financiamiento futuro y posibilidad de llevar candidatos podría estar en peligro, como asimismo de las facilidades que el Servel materializó para hacer más expedito este proceso. Y pese a que el PPD ha estado en el centro de la polémica, lo cierto que no es el único partido que enfrenta severos problemas para reconquistar a su militancia. De hecho, la tienda política más grande del país -me refiero a la UDI- sufre una contingencia similar, el que sin embargo no ha sido tan profusamente difundido por los medios de comunicación.

Pero detalles más o menos, este fenómeno es solo un síntoma de una enfermedad más profunda, la que lejos de ser exclusivamente local, se refiere a la creciente incapacidad de la política tradicional para contender y conducir las demandas ciudadanas, siendo cada vez más visible, y probablemente muy grave, la desconfianza que los ciudadanos manifiestan hacia las bondades y posibilidades de esta milenaria actividad, como asimismo al virtual desprecio que profesan hacia sus principales protagonistas.

Y aunque razones hay muchas, y varias de ellas son directa responsabilidad de quienes deberían ser los más interesados en recuperar el prestigio de esta alicaída actividad, me interesa en esta ocasión relevar una dimensión pocas veces aludida, y que atañe al rol de los principales guardianes de la entidad del espacio público: me refiero a los ciudadanos. Algo de verdad hay en esa frase que reza que los países tienen los políticos que se merecen. En una sociedad cada vez más consciente de sus derechos y despreocupada de las obligaciones, nuestro primer instinto es buscar una respuesta en los otros y raramente hacemos una autocrítica sobre nuestras acciones -o, la mayoría de las veces, omisiones- que llevaron a un determinado estado de cosas o dejaron que éstas discurrieran sin control alguno.

De esa forma, celebramos el voto voluntario como una supuesta conquista de la libertad, cuando en realidad lo que hace es debilitar nuestra condición de ciudadanos; nos quejamos agriamente de la corrupción, mientras a nadie extraña que en nuestros restaurantes -aunque sea domingo y en familia- el garzón pregunte ¿boleta o factura? (de hecho, cuántos de los que braman contra la corrupción, pagan de verdad la totalidad de sus impuestos); nos quejamos de que se ha perdido el valor del trabajo o el esfuerzo, al mismo tiempo que nosotros o nuestros hijos se llenan de música o películas pirateadas de internet; o nos escandalizamos frente al abuso, cuando tal vez ni siquiera pagamos imposiciones a las personas que trabajan para nosotros.

Como esos, hay muchos otros casos y ejemplos de quizás por qué nuestros dirigentes son solo un reflejo de las personas que representan.

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