¿Yo acuso?




"YO ACUSO". Así decidió responder Sebastián Piñera a quienes le imputan haber mezclado política y negocios. Más allá de la liviandad de la expresión -después de todo, Émile Zola la hizo famosa reclamando justicia para un tercero, no para defenderse a sí mismo-, me temo que la virulenta respuesta del expresidente solo viene a confirmar cuán frágil es su posición actual. Desde luego, es difícil negar que la actitud de sus detractores contiene una buena dosis de mala fe y aprovechamiento político. Sin embargo, esas son las reglas de este juego, y la derecha no se ha privado de pasar por caja cuando la sospecha ha recaído sobre figuras oficialistas.

Con todo, el problema de fondo es algo distinto, y guarda relación con la extraña incapacidad de separar negocios y política que, hasta ahora, ha mostrado el exmandatario. Es un flanco que él mismo, con plena conciencia y de modo deliberado, ha decidido mantener abierto. No olvidemos que los primeros meses de su gestión estuvieron marcados por su lentitud en deshacerse de Lan y de Chilevisión (la vocera de aquella época gastó mucho tiempo dando explicaciones por sus negocios privados), y que el fideicomiso ciego sobre su fortuna solo cubría una porción de sus activos. Quizás la explicación última sea de orden psicológico, pero en términos políticos el diagnóstico es unívoco: su candidatura es muy vulnerable. En este instante, sus sociedades de inversión (que funcionan a pocos metros de su oficina) pueden estar realizando negocios delicados, sobre los cuales tendrá que dar explicaciones en algún momento. ¿Por qué exponerse a esa situación? ¿No hay algo un poco suicida en esa decisión?

Sebastián Piñera lleva mucho tiempo tratando de convencernos de que el gobierno lo ha hecho muy mal y que, por tanto, el país necesita un urgente cambio de timón. Esto puede resultar plausible, pero lo mínimo que puede pedirse de vuelta es que él mismo ponga los medios para despejar las dudas. De lo contrario, su discurso con tonalidades patrióticas suena tan vano como vacío. Además, si su proyecto es más colectivo que individual, también tiene una responsabilidad para con su coalición: ya sabemos cómo le fue a la derecha hace cuatro años, cuando tuvo que improvisar varios candidatos sucesivos. Sebastián Piñera arriesga pasar buena parte del año dando explicaciones incómodas, y sometido al calendario que le imponga la justicia. Entrar así a una competencia reñida es entrar atado de manos, pues el país de hoy es mucho más exigente que el del 2009.

En noviembre de 2016, François Fillon -un político respetado y de larga trayectoria- ganó con comodidad la primaria de la derecha francesa, y todo indicaba que no tendría mayores dificultades en ganar la presidencial. Sin embargo, su candidatura se derrumbó en pocas semanas: fue denunciado por haber contratado a parientes (práctica más o menos habitual en Francia), y la justicia decidió investigar el caso. Fillon se convirtió en un hombre muerto caminando y, más grave aún, la derecha quedó dislocada, sin posibilidades reales de acceder a la segunda vuelta. Si el compromiso de Sebastián Piñera con el servicio público es auténtico, tiene el deber ineludible de levantar cualquier atisbo de sospecha. El resto, pura frivolidad.

Comenta

Los comentarios en esta sección son exclusivos para suscriptores. Suscríbete aquí.