Lo que se ve y lo que no se ve

02 DE MARZO DEL 2018 TEMATICA DE GENTE CAMINANDO POR FUERA DE EDIFICIOS DE OFICINAL SANTIAGO, CHILE FOTO: LUIS SEVILLA FAJARDO PEATONES - TRANSEUNTES - BARRIO FINANCIERO - HABLANDO POR CELULAR - SANTIAGO


Todo aquel que se haya enfrentado al desafió de enseñar teoría económica en tiempos turbulentos debe ofrecer razones a sus estudiantes de porqué dedicar tiempo a una disciplina que Thomas Carlyle bautizó de “lúgubre”. No hay mejor modo de hacerlo que explicarles cuál es la lección principal de la economía. Si bien para muchos cultores de la disciplina lo que primero se viene a la mente es que “los incentivos importan”, es plausible afirmar que un principio económico más fundamental es que toda decisión de política publica tiene consecuencias no deseadas, independiente del tipo de supuestos que hagamos respecto del comportamiento humano. Dicho en simple, en la vida social, un acto, una institución o una ley, no generan solo un efecto, sino varios. De ellos, siempre hay uno que parece evidente e inmediato: se ve. Los demás aparecen con un cierto desfase y con frecuencia no logramos preverlos todos: no se ven.

No hay porque compartir la fe ciega en el mercado de Frédéric Bastiat para suscribir su modo de resumir el problema que estamos tratando. Para uno de los padres del liberalismo decimonónico el asunto se puede plantear así: “toda la diferencia entre un mal y un buen economista es ésta: uno se limita al efecto visible; el otro tiene en cuenta el efecto que se ve y los que hay que prever. Pero esta diferencia es enorme, ya que casi siempre sucede que, cuando la consecuencia inmediata es favorable, las consecuencias ulteriores son funestas, y viceversa”.

Si Bastiat está en lo correcto, podemos suponer que el modo en que diversos gobiernos han afrontado la crisis del coronavirus es, a lo menos, cuestionable. Los efectos positivos de las restricciones impuestas a la ciudadanía pueden ser claros en aquellos datos que hemos tomado como fuente principal de información para el manejo de la crisis: número de contagios y decesos diarios. Sin embargo, parte importante de la clase política (y de los medios de comunicación) han estado notoriamente menos atentos al sinnúmero de efectos colaterales que estas medidas suelen tener en la vida económica y social de un país.

¿Cuáles son dichos efectos? Pérdida de empleos, enfermedades severas no tratadas, salud mental deteriorada, niños que ven mutilados los años más importantes de su educación primaria, aumento de la violencia intrafamiliar, etc. Como si esto fuera poco, la ya deteriorada confianza en las elites políticas y culturales es horadada aun más cuando la ciudadanía constata que la gran mayoría de quienes decretan dichas restricciones tiene los medios para soportarlas con relativa comodidad. Y es que no es lo mismo una familia encerrada en 150 metros cuadrados que en 30.

Ante la inminencia de una segunda ola parece razonable preguntarnos si es posible otro camino. El problema es que desandar la ruta que hemos tomado hasta ahora no es nada sencillo: una vez que hemos consentido a restricciones severas de nuestras libertades, es fácil olvidar cómo era la vida antes de ello. Un ejemplo de lo anterior es que algunas autoridades parecen creer que un mayor numero de contagios nos llevara indefectiblemente a cuarentenas estrictas, aun en temporada de verano. Y menos de una semana del anuncio de nuevas medidas, el Gobierno parece no tener claridad sobre cómo proceder.

Ante esta incertidumbre, es de esperar que tengamos en mente a Bastiat. La diferencia entre un mal y un buen gobernante es que uno se limita al efecto visible; el otro tiene en cuenta el efecto que se ve y los que hay que prever. Los efectos sociales de otra cuarentena estricta serán profundos y es probable que nos tome años dimensionar sus costos. Hoy queremos asumir que ellos justifican las medidas. Si quiera proponer la idea de que los costos son más altos que los beneficios es políticamente incorrecto. Pero plantear la relevancia de dichos costos no es quitarle importancia a lo destructivo que ha sido el coronavirus; todo lo contrario, es reconocer la complejidad del problema, así como nuestra impotencia ante un organismo cuyo diámetro no supera los 125 nanómetros.

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