Anthony Bourdain: en el filo de tu lengua

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Si viajas a lugares exóticos o grandes ciudades donde grabó sus programas, es inevitable recordarlo como si fuera una especie de amigo a distancia de quien recibiste grandes lecciones sobre comer y vivir.


A Bourdain no queda más que darle las gracias desde el fondo del corazón y despedirlo con un brindis. Quienes crecimos en tiempos de bota y visera con la acción imparable de Cocinando con Mónica en pantallas de 14 pulgadas, el salto hasta lo que él hizo en televisión para introducir la cultura gastronómica como expresión de singularidad y a la vez un lenguaje universal, es cuántico.

Porque, claro, te acuerdas del tiburón podrido que degustó en Islandia, o masticando a duras penas el animal recién sacrificado y sin limpiar junto a cazadores de una tribu. Qué decir de los completos XL devorados en Viña incluyendo alusiones al maestro Ron Jeremy, o la porquería de sour que empinó en Valparaíso, ese capítulo infame del cual sus fans locales esperábamos una revancha para un regreso a Chile mejor dateado.

Esas imágenes son imborrables, lo mismo sus lecturas sobre cada sitio y la manera en que la comida refleja a los pueblos. Cuando estuvo en Argentina reparó en la facilidad de sus habitantes para citar orígenes europeos, olisqueando cierta insatisfacción por el sólo hecho de ser argentinos, como captó inmediatamente la singularidad y decadencia de Valparaíso, sin ninguna zalamería sobre los cerros y el puerto. Viajado y vivido, no se impresionaba fácil. Era directo, deslenguado y afilado, con una mirada rockera de la vida y un comportamiento ad hoc con sello neoyorquino, cínico e intenso a la vez.

Cuando recién enganchabas con Sin reservas y su pelo aún era gris, mientras llevaba aro y la cerveza y el cigarrillo eran extensiones de su cuerpo -rasgos hoy imposibles en sus dudosos sucesores que encuentran todo delicioso-, resultaba fantástico escucharle hablar de drogas sin moralizar ni satanizar, exorcizando los demonios de su pasado adicto, utilizando el guión y la pantalla como un diván, soltando sarcasmos sobre los ambientes recargados de las cocinas, una dosis de cordura y franqueza en un tema siempre difícil que atañe libertades y salubridad.

Lo mejor de Anthony Bourdain es que la comida se convertía en un gran pretexto para un mensaje mayor: viajen, muévanse, conozcan y devoren el mundo porque vale la pena entre su belleza y penurias, y es una gran manera, sino la mejor, de gastar el dinero.

Su nombre y figura se convirtieron en un sinónimo del personaje patiperro que va a todas en materia culinaria, abriendo tu mente sobre sabores, ingredientes y preparaciones. Si viajas a lugares exóticos o grandes ciudades donde grabó sus programas, es inevitable recordarlo como si fuera una especie de amigo a distancia de quien recibiste grandes lecciones sobre comer y vivir.

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