Columna de Matías Rivas: Catherine Millet, cómplice perfecta

La escritora francesa Catherine Millet.

Al menos tenemos una certeza: la reclusión obligatoria será larga, de vida o muerte, y hay que aprender a habitar puertas adentro, tal como los presos se acostumbran a sus celdas. El universo personal se reduce y cambia el tono de la existencia. La catástrofe convive con la monotonía. Nada mejor, en mi caso, que la pasión para borrar las circunstancias. Leer Amar a Lawrence, de Catherine Millet, me salvó horas con placer. Seduce de tal manera que me dieron ganas de revisar las novelas que cita: El amante de Lady Chatterley, Mujeres enamoradas, La serpiente emplumada, las que hasta hace poco consideraba demasiado profusas y discursivas. Pero Millet modificó mi percepción. En un gesto crítico arriesgado, resucita a un autor y sus obras. Descubre cómo gozar de su prosa y sus derivas poéticas.

Confiesa que la fascinó el carácter complejo y excéntrico de D.H. Lawrence, un puritano escandaloso. Su lectura la deslumbró, pese a sus prejuicios. Vio en sus narraciones un inmenso conocimiento del deseo femenino en sus intersticios, lo que la llevó a investigar, en calidad de crítica literaria, e involucrarse como mujer en una aventura sentimental: “No tengo el menor escrúpulo en reconocerlo, convencida de que cuando nos enfrascamos en el estudio de una obra, cuando nos embarcamos con ella en un largo rato de la vida, porque de todas formas se ha apoderado de nosotros, el interés intelectual entraña una especie de atracción sexual. No cambia nada que el autor haya muerto o esté vivo”.

Amar a Lawrence es una autobiografía oblicua. Mientras analiza a su objeto se va desnudando ante el lector. Intercala consideraciones íntimas con especulaciones. Las citas que escoge son precisas, capaces de convencer a cualquiera de sus inferencias. Entusiasma y desnuda a Lawrence, analiza su lenguaje, así como su vida. Perfila a un autor con densidad y rapidez. No aburre en su discurrir. La velocidad y la astucia son inherentes a Millet. Jamás llega a conclusiones y lanza frases sentenciosas, prefiere acercarse con libertad, es decir, lejos del academicismo y de las convenciones. Exponerse es parte de su poética. Investiga y se exhibe, también conjetura sobre lo que piensan los demás de ella, refiere a su pasado para ligarlo a sus interpretaciones.

La vida sexual de Catherine M. y Celos sacudieron por su escritura impecable y su falta de pudor. Son excepcionales, porque poseen la fuerza de un erotismo devorador y frío, absolutamente inolvidable. Millet es una libertina orgullosa, al igual que Anais Nïn. Ambas incluyen las emociones y los sentidos cuando escriben y articulan ideas. Creen que lo poético excede el espectro racional en todos los ámbitos, y se sienten cómodas en la ambigüedad, lo prohibido. Obsesivas con sus cuerpos, describen a los hombres con avidez, indagan en sus pulsiones, se convierten en amantes, los manipulan y admiran con devoción. Es decir, irrumpen eróticamente en la vida y literatura, desobedeciendo los dictámenes de la decencia, es decir, de las costumbres que complacen al poder.

La claridad quirúrgica y la crudeza son características de Millet que no escapan a otros autores. El Marqués de Sade también goza de una elocuencia meridiana, taxativa, que le permite razonar contra la moral. La misma escritura reveladora y exacta se emparenta con Nietzsche y Baudelaire. Son sus maestros. Perversión y transparencia suelen ir atadas. El estilo, si es una forma de ligar, de generar con el lector una privacidad donde caben los secretos y compromisos, requiere ser entendido. La falta de adornos de las frases de Millet solo le agregan intensidad a su discurrir. Su escritura está sometida a la austeridad de quien busca verse con distancia para estudiar las agitaciones del cuerpo tensado por la lujuria y la inteligencia.

Catherine Millet hasta el día de hoy se niega a postergar sus pulsiones, a rozarse con el otro. Defiende el derecho de importunar. Disidente del feminismo, experta en arte y psicoanálisis, directora de la revista Art Press, curadora, su figura subvierte la imagen del intelectual. En su libro El arte contemporáneo explica con nitidez y en pocas palabras teorías abstrusas y oscuras. Clasifica, sintetiza y ordena temas dispersos, insinuaciones mal expresadas. Desentraña con rigor lo que otros autores refieren con términos difíciles. Y lo que es crucial: ubica en la historia prácticas de vanguardia, las define y discute. Su virtud es explicar con detalles, disolver la opacidad con llaneza. No aparece en este texto un yo protagónico y performático, no obstante, muestra su lado didáctico y la agudeza de quien observa con descaro. Sabe convertir la libido en estrategia para conquistar con impudicia.

En un acto voyerista miro una serie de fotos que le tomó su marido. Quiero ver el cuerpo después de leer sobre él. Me detengo en la firmeza de sus músculos, en su delgadez. Los huesos de las costillas y columna son visibles. Su rostro tiene rasgos peculiares, un lunar, la nariz pronunciada, la boca ancha. Destacan su sonrisa mordaz y la mirada anhelante. Parece una cómplice perfecta.

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