La cantante y el escritor: un relato de Jaime Bayly

Cuando el avión aterrizó en Madrid, Shakira saltó de su asiento y corrió al baño para cambiarse de atuendo y maquillarse. Tardó en salir. Abrieron la puerta de la aeronave y mi familia y yo nos despedimos del hermano de Shakira, de los hijos de Shakira. No pude despedirme de ella, darle un último abrazo, porque seguía en el baño, arreglándose, coqueta, adorable.


El vuelo de Iberia desde Miami hasta Madrid debía despegar a las cinco de la tarde. Lo hizo a las seis de la tarde, una demora comprensible. Yo estaba sentado en la primera fila, ventana. Mi esposa Silvia y nuestra hija Zoe, en la primera fila, asientos centrales. Viajábamos a Madrid para presentar mi novela Los genios en la feria del libro. Tan pronto como despegamos, encendí la tableta, me puse los audífonos y empecé a ver la tercera temporada de una serie sobre una familia billonaria, un padre mandón y sus tres hijos codiciosos, que está peleando todo el tiempo. Yo sé bien cómo son las familias que pelean ferozmente por dinero.

Media hora después, mi esposa se acercó, me retiró delicadamente los audífonos y me susurró al oído:

-Shakira está en el baño.

Sorprendido, le dije:

-¿Estás bromeando?

Respondió:

-No. Acabo de verla. Salí del baño y ella entró a cambiarse.

-¿A cambiarse? -pregunté, incrédulo.

Luego pregunté:

-¿Estás segura de que es Shakira?

-Completamente -me dijo Silvia-. Y sus hijos están en la fila dos, atrás de nosotros, mira discretamente.

Volteé y en efecto los hijos de la cantante, en pijama, habían reclinado sus asientos en posición horizontal y trataban de conciliar el sueño.

-Salúdala cuando salga del baño, por favor -me dijo Silvia, y le prometí que así lo haría.

Llevaba muchos años, tantos como quince, sin ver a Shakira. La última vez que nos vimos ella todavía estaba con Antonio, el noble, su novio argentino. Nos vimos en su casa en Bahamas. Shakira no parecía del todo feliz. Quería ser madre, pero Antonio no deseaba ser padre. Yo me ofrecí a ser el padre de sus hijos y la hice reír.

Desde que se enamoró del futbolista Piqué, Shakira dejó de responder mis correos. Yo no uso el teléfono, solo me comunico con mis amigos, que son contados, usando el correo electrónico. En numerosas ocasiones, le escribí a Shakira, diciéndole que estaba de paso por Barcelona, que deseaba verla, pero nunca contestó y entonces comprendí que ya no quería verme, que no deseaba presentarme a Piqué, que acaso me veía como un amigo del pasado al que no le apetecía volver a ver. Me resigné a pensar que ya no me quería, que me había rebajado a la oprobiosa condición de examigo.

De pronto Shakira salió del baño en pijama, le dejó un atado de ropa a su hermano Toni, tan amoroso y servicial como siempre, y pasó a mi lado y no me miró ni me saludó. Se sentó en la segunda fila, en el asiento detrás de mí. Sentí el poderoso olor de su perfume. Abatido, pensé:

-Ya no me quiere. Me ha visto. Sabe que estoy a su lado. Pero no me ha saludado. No quiere saludarme.

A continuación, me pregunté:

-¿Estará molesta conmigo?

Podía estarlo. Cuando aireó su canción más famosa contra Piqué, dije en mi programa de televisión que me parecía una canción fallida, envenenada por el rencor y el despecho, y que había dos o tres frases que lastraban la belleza artística y la grandeza moral de aquella pieza musical: decir que ella era un Rolex y la novia del futbolista, un Casio, y decir que ella era un Ferrari y la novia, un Twingo. ¿Sabía Shakira que yo la había criticado? ¿Le habían dolido o molestado esas críticas? ¿Se había sentido traicionada?

Tan pronto como se separó del futbolista Piqué, le escribí varios correos muy cariñosos, ofreciéndole mi amistad, recordándosela, y ella me respondió en una sola ocasión, agradeciéndome. Pero ahora había pasado a mi lado, y tenía que haberme visto, y no me había saludado.

Poco después fui al baño y, al volver a mi asiento, vi que ella estaba haciéndose una foto con una niña y su madre, quienes se habían acercado a saludarla. Esperé a que terminasen de hacer las fotos, me acerqué y le dije:

-Shaki, hola, soy Jaime Bayly, no sé si te acuerdas de mí.

Para mi sorpresa, ella sonrió con aparente felicidad y me abrazó fuertemente, al tiempo que decía:

-¡Jaime querido! ¡Qué alegría verte, después de tanto tiempo!

Sentí que todavía me quería, que no estaba enfadada conmigo, que nuestra amistad seguía en pie. Me presentó a sus hijos, hermosos, adorables, quienes trataban de dormir. Les dijo:

-Es un periodista que me entrevistó cuando yo era muy joven.

-Cuando tenías veinte años -me permití añadir.

En aquel momento, hace veinticinco años o poco más, Shakira se acababa de mudar a Miami y se había propuesto conquistar el mundo, cantando también en inglés. Pues lo había logrado y ahora tenía al mundo a sus pies.

Le pregunté por su padre.

-Está malito -me dijo, apenada.

-Lo recuerdo siempre como un escritor -le dije-. Tu padre es un escritor y un gran conquistador. Y, como sabes, el escritor es escritor cuando escribe, pero sobre todo cuando no escribe.

Sonrió, como aprobando mi observación. Luego me dijo que estaba viajando a Barcelona para dejar a sus hijos al cuidado del futbolista Piqué durante quince días. No le pregunté por qué estaba viajando en Iberia y no en su avión, no le pregunté dónde se alojaría en Barcelona, no le pregunté si quería verme en Madrid o en Barcelona. Solo me atreví a preguntarle:

-¿Cómo estás?

-He tenido tiempos mejores -dijo ella, haciendo un mohín de tristeza.

-Te aseguro que todo va a estar bien -le dije-. Te aseguro que lo mejor está por venir.

Ella me miró con los ojos traspasados por las fiebres de la melancolía y preguntó:

-¿De veras crees eso?

-Sí -le dije-. Cuando yo tenía tu edad, conocí a Silvia y estos años con ella han sido los más felices de mi vida.

-¿Cuántos años llevan juntos? -preguntó.

-Trece -respondí-. Mira, allí adelante están Silvia y nuestra hija Zoe.

Shakira las miró con ternura y me dijo:

-Parecen hermanas.

-He tenido mucha suerte con Silvia -le dije.

-Mucha suerte, ya lo creo -dijo Shakira.

Luego me preguntó por qué estábamos viajando a Madrid. Le dije que para presentar en la feria del libro mi novela Los genios sobre el puñetazo que Vargas Llosa le dio a García Márquez. Ella se sorprendió:

-Pero esa historia del puñetazo, ¿es real o te la has inventado?

-Es real -le dije-. Ocurrió en un teatro mexicano. Hubo testigos. Gabo quedó con el ojo morado.

-No sabía -dijo ella.

-Recuerdo que Gabo te adoraba -dije-. Recuerdo que escribió una crónica bellísima sobre ti.

Asintió, me miró con cariño, con afecto antiguo, como si todo estuviera bien entre nosotros. Me preguntó si seguía haciendo televisión. Le dije que sí, que salía todas las noches en televisión, que casi siempre hablaba de política, que al público le gustaba verme estallando de furia contra algún político charlatán. Alardeando puerilmente de mi aparente éxito, me permití contarle que mi programa tenía muchos espectadores en youtube. Ella me felicitó. Me pregunté, confundido:

-¿De veras Shakira no sabía que sigo haciendo el programa? Porque si no lo sabía, quizás ni se enteró de mis críticas a su canción del despecho. Quizá soy tan insignificante, tan minúsculo para ella, que no tiene la menor idea de que yo dije en televisión que esa canción era un paso en falso, una tentativa de arte fallida, un puñal de venganza, y que su letra parecía reñida con la elegancia que uno esperaba de una artista gloriosa como ella.

-¿Puedes traerme cubiertos? -me dijo, sacándome de mis cavilaciones.

Le habían servido una ensalada de burrata con tomates, pero no le habían dejado cubiertos. Caminé a la minúscula cocina, encontré los cubiertos y se los dejé a Shakira. De pronto, mientras comía delicadamente y yo admiraba su belleza de mariposa inmortal, un pequeño pedazo de burrata cayó en su pelo y enseguida ella hizo un gesto de aflicción y contrariedad.

-La vida es mancharse -le dije, pero mi comentario no le hizo gracia.

Cuando terminó de comer, le di mi tarjeta con mi correo electrónico.

-Escríbeme -le dije-. Me encantaría verte. Ahora que estás viviendo en Miami, sería genial vernos de vez en cuando.

Ella miró la tarjeta con cierto recelo, le tomó una foto y me la devolvió. Sentí poderosamente que no me escribiría, que no nos veríamos. Sentí que ya no me quería como antes, que sí había visto mis críticas a la canción del despecho, que no me había perdonado ni me perdonaría.

-¿Sigues viendo a Antonio? -me preguntó, aludiendo a su exnovio argentino.

-Sí -le dije-. Lo quiero mucho. Nos escribimos a menudo.

-Me alegro -dijo ella-. Se ha portado muy bien conmigo en estos tiempos tan difíciles.

-Porque es Antonio, el noble -dije.

-Sí, es noble -dijo ella.

A continuación, me preguntó:

-¿Y ves a Alejandro?

Se refería a Alejandro Sanz, el cantante.

-No -le dije-. No somos amigos. No nos escribimos.

-Pensé que eran amigos -dijo ella-. Recuerdo que hemos estado juntos en su casa en Miami. Alejandro te quería.

-Bueno, sí -le dije, algo abochornado-. Pero nos peleamos.

-¿Por qué? -se sorprendió Shakira.

-Nos peleamos el año que te separaste de Antonio -dije-. Lo invité a mi programa. Quería hacerle una entrevista. Pero Alejandro no quiso venir al programa. Y yo estallé y lo insulté.

-¿Qué le dijiste? -preguntó Shakira.

-Que era un cantante para las peluqueras de la calle Ocho.

Shakira no sonrió, cogió su celular, empezó a teclear y dijo:

-Estoy escribiéndole a Alejo.

Luego añadió:

-Es un amigo de verdad. En las malas, se conocen a los amigos. Y Alejo es el mejor de los amigos.

Sentí que me había dicho que en las malas yo no había sido su amigo, que en un momento tan contrariado para ella la había criticado sin piedad, que yo no había estado a la altura de Antonio ni de Alejandro.

-¿Tendrás melatonina? -me preguntó.

-No -dije-. Déjame preguntarle a Silvia.

Le pregunté a mi esposa, quien respondió:

-Solo tengo clonazepam.

Shakira me dijo que prefería no tomar ese ansiolítico. La besé en las dos mejillas, tomé su mano, la besé y le dije:

-Sabes bien que yo te adoro. Te voy a adorar siempre.

-Yo lo sé -dijo ella, mirándome con tristeza infinita.

Luego la dejé en paz, me hundí en mi asiento y continué viendo la serie de la familia de billonarios que intrigaban, conspiraban y se traicionaban todo el tiempo.

Poco después, fui al baño y, al salir, me acerqué al asiento que ocupaba Toni, el hermano de Shakira.

-Señor Bayly, ¿cómo está? -me dijo, cariñoso, encantador.

Le di la mano, le dije palabras cálidas, le dije cuánto los quería.

Cuando el avión aterrizó en Madrid, Shakira saltó de su asiento y corrió al baño para cambiarse de atuendo y maquillarse. Tardó en salir. Abrieron la puerta de la aeronave y mi familia y yo nos despedimos del hermano de Shakira, de los hijos de Shakira. No pude despedirme de ella, darle un último abrazo, porque seguía en el baño, arreglándose, coqueta, adorable. Mientras jalaba mi maletín de mano, pensé:

-Espero que no pasen quince años más sin verla.

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