Cada vez que Ian McEwan se sienta a escribir, le pasa lo mismo: "No tengo idea qué diablos estoy haciendo", dijo en Chile. Expiación iba a ser una novela de ciencia ficción y de Chesil Beach apenas tenía la primera frase cuando comenzó. Con suerte, McEwan parte con una idea general a la que va sumando personajes, acciones y un argumento. Lo repitió cada vez que pudo ante sus lectores chilenos; tanto, que se volvió evidente: despistaba. Echaba a correr la idea de que esas maquinarias perfectamente ensambladas que son sus novelas, eran fruto de la improvisación. Intragable.
Es raro que McEwan mienta. Quizás es su forma de alardear. La única. De estatura media, delgado, canoso, mirada penetrante y tono gentil, en vivo es cercano, afable, muy lejano a lo que podría ser la más legitimada de las estrellas de la literatura británica. Aceptó el mal inglés local, no evitó ninguna pregunta de sus fans, firmó cuanto libro le pusieron por delante y leyó dos pasajes inéditos de Solar, su última novela. Pero no sólo fue amable. Entre el 8 y el 23 de septiembre en Chile, con una arrancada a las islas Galápagos, McEwan desplegó una incansable artillería intelectual para entregar un mensaje: "La novela es la mejor herramienta para explorar al ser humano".
Un muro en la ciudad
De las estrellas (Michel Houllebecq, Julian Barnes, Javier Marías y Richard Ford) que ha traído el programa La Ciudad y las Palabras, organizado por la Universidad Católica y La Tercera, McEwan es el que con más fuerza ha expuesto los engranajes de su oficio. Sorprendió: célebre por su capacidad para construir argumentos, el autor de Amor perdurable no escribe ensayos como Martin Amis, no hace crítica literaria como Coetzee ni ejerce de intelectual público como Claudio Magris. Lo suyo son las novelas.
Pero en Chile mostró otra faceta: en cada encuentro, McEwan dejó caer tres, cuatro reflexiones. "La literatura evoluciona. Joyce, por ejemplo, nos mostró cómo retratar la conciencia", dijo impasible. Siempre gentil, usaba imágenes para sus argumentos. Seguía un consejo de Nabokov que él mismo recordó: "No pienses en temas, piensa en detalles".
En reuniones privadas y charlas públicas, punto a punto, fue tejiendo una completa visión en torno a las deudas, deberes y posibilidades de la novela contemporánea. En un desayuno en la Facultad de Arquitectura de la UC, recordó un viaje en los 80 a Berlín Oriental. Quedó impactado al saber que los escritores de la Alemania socialista no hablaban del muro. "Si en Nueva York hubiera un muro, Philip Roth no podría dejar de escribir una novela sobre él", dijo.
El espejo
Los americanos fueron clave para McEwan. A horas de llegar, reveló su "santísima trinidad": Saul Bellow, John Updike y Roth. En el Centro de Estudios Públicos (CEP), ante una audiencia plagada de escritores, completó la idea, sumando a Mailer: "En los años 50, los norteamericanos tomaron posesión de la novela anglosajona. Sin miedo. Luego, desde Latinoamérica se rompieron todas las reglas", dijo.
¿Cuáles eran las reglas? Las sugirió nombrando a un grupo de autores del siglo XIX: Tolstoi, Flaubert, Jane Austen. Gracias a ellos, dijo, los escritores hoy tenemos "herramientas más sofisticadas". Pero nada es suficiente. Respondiendo a un lector, McEwan lamentó: "Los autores decimonónicos parecían ser capaces de sostener a toda la sociedad. No creo que hoy ningún escritor británico pueda hacer lo que Dickens lograba con sus libros. Temo que la novela se está desintegrando en una interminable subjetividad. Pareciera que los escritores actuales se avergüenzan de las ideas".
Por eso, quizás, McEwan busca en otra parte: "Para mí el modelo de un intelectual es el científico, y no el sociólogo o el profesor de literatura", dijo en al Aula Magna de la UC. No en vano, el físico Michael Beard, protagonista de Solar, se burla de los aires de superioridad de los estudiantes de literatura. Pero extrañamente McEwan aún tiene fe y no esquiva el muro en la ciudad: Solar es sobre el calentamiento global. Es el deber del género .
Se lo dijo a un lector: "La novela es el mejor espejo para mirarnos. Es una maravillosa herramienta que hemos desarrollado durante los últimos 300 años para explorar la naturaleza humana. Nos da una extraña y útil información interna de lo que es ser otro. Nos permite entrar en el juego de la conciencia, en los sentimientos. Más que todas las otras formas de arte".
A esas alturas, ya muy pocos le seguían creyendo ese "no tengo idea qué diablos estoy haciendo".