La República Centroafricana, corazón del llamado "continente negro", experimenta hace meses una vorágine de violencia y una inestabilidad institucional, que contrasta con la mayor estabilidad que han alcanzado algunos de los países de esa región. Esta semana, los sangrientos enfrentamientos en la capital, Bangui, protagonizados por grupos de ex rebeldes (en su mayoría musulmanes) y milicias de cristianos (las anti balaka) y partidarios del derrocado Presidente François Bozizé, han dejado más de 130 muertos, según la Cruz Roja. Aquello derivó en que por unanimidad, el Consejo de Seguridad de la ONU autorizara el jueves una intervención militar que ya lidera en terreno Francia.
República Centroafricana se hizo conocida en gran parte por el controvertido Jean-Bédel Bokassa, quien gobernó el país entre 1966 y 1979 y se autoproclamó emperador. Acusado de múltiples crímenes y de canibalismo, se convirtió en uno de los más conocidos dictadores del continente, hasta que fue depuesto del poder.
Actualmente, el gobierno local es controlado por un grupo de ex rebeldes, llamado Seleka, que en marzo sacó del poder a Bozizé. En su reemplazo, ellos nombraron a su líder, Michel Djotodia, quien fue reconocido como gobernante de transición por la Comunidad Económica de Estados Centroafricanos (CEECA). Pero la coalición de Djotodia se rompió en septiembre y desde entonces, la disputa político-confesional con los cristianos aliados de Bozizé ha aumentado.
A diferencia de muchos de los países africanos con un pasado similar, plagado de pugnas políticas y sociales, y que han logrado cierta estabilidad que les ha permitido crecer sobre el 7% anual (como Etiopía, Ghana y Ruanda, por ejemplo, según el Fondo Monetario Internacional), la República Centroafricana involuciona: la salida de Bozizé fue el quinto golpe de Estado exitoso desde la independencia (1960), y ahora, según la Agencia de Refugiados de la ONU, casi el 10% de sus 4,5 millones de habitantes ha debido dejar sus hogares, y el 25% requiere de ayuda alimentaria. A ello se suma que pese a sus reservas de uranio, oro, madera y diamantes, el país es uno de los 10 más pobres del mundo y la esperanza de vida apenas es de 50 años.
"El Estado ha colapsado y ya no puede asegurar la protección de su población", recalcó ayer el embajador francés ante la ONU, Gerard Araud.