La Pulga es el héroe sudamericano. Esta vez, no Lionel Messi, por más que el seudónimo sea una de los elementos que los hermane. Quien acapara el reconocimiento generalizado es uno que, a diferencia del astro del Barcelona, está mucho más acostumbrado a la opacidad que al brillo. Que emergió desde lo más profundo y demoró 34 años en tocar el cielo. A Luis Miguel Rodríguez, por fin la vida le sonríe. A ocho minutos del final, el delantero marcó el gol que forzó la definición por penales entre Colón de Santa Fe y el Atlético Mineiro. También desde los doce, pasos, pero con un disparo fuerte y rasante, anotó el 2-1 con que terminarían los 90 minutos.

Más tarde, aportaría con su lanzamiento en la tanda para darle a su equipo una victoria história y el paso a su primera definición continental. No de cualquier forma. Con la templanza y el estilo de quien se forjó en las canchas de tierra, y con una sonrisa perfecta dibujada en la cara frente al arquero rival. Como si estuviera jugando con un grupo de amigos, anotó el último gol de la serie para darles a los sabaleros una de las alegrías más grandes de su historia. El arquero Leonardo Burian se encargaría del resto en el disparo siguiente.

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Hace pocos días, una semana atrás, Rodríguez había sufrido el golpe más duro de los muchos que le tocó enfrentar. Justo antes del partido de ida de la serie ante los brasileños, murió su padre. Tuvo que alterar su rutina para asistir a su funeral. Sin embargo, inspirado en el sentido de responsabilidad que le inculcaron desde su núcleo familiar, jugó. Y no solo estuvo en el campo de juego, sino que comenzó a escribir la hazaña de los sabaleros, pues su gol fue el 2-1 que, a la postre, sería una ventaja significativa para enfrentar con mayor confianza el duelo en Belo Horizonte, más allá de que la serie terminara definiéndose en los penales.

Fue en ese momento cuando se conoció un diario de vida que lo vincula con el de otras grandes figuras del balompié transandino, surgidas en una precariedad que transformaba al fútbol en una vía de salvación económica. El ejemplo más emblemático es el de Diego Maradona, quien emergió desde Villa Fiorito, una de las tantas villas miserias que hay en el país. Rodríguez es una más de esas historias forjadas en canchas de tierra, con balones desgastados y descosidos y un par de piedras como arcos. De pichangas a pie descalzo, una descripción que, en ese caso, no es metáfora. Sus primeros zapatos de fútbol vino a tenerlos a los 10 años. Se los regaló su padre, muy probablemente, postergando otras necesidades más apremiantes.  "Me los compró en una feria y costaban 30 pesos. Fue impresionante el sacrificio que hizo para darme eso", recordó después de la conquista en el Cementerio de los Elefantes. Así se le apoda al recinto de Colón, por haberse transformado alguna vez en el recinto en el que caían los grandes del fútbol transandino. "Estaba en un momento muy complicado de mi vida, y decidí jugar este partido porque marcaba la historia del club y uno quiere estar presente. Fueron días muy incómodos, ya que el domingo perdí a mi padre, alguien que nos dejó muchas enseñanzas. Gracias a Dios, desde arriba, el viejo nos ayudó a ganar este cruce. Seguramente nos va a acompañar hasta el final", dijo Rodríguez después de la ida. Su padre no le falló. Anoche tampoco.

Casi merengue

Su vida pudo cambiar radicalmente, cuando, siendo juvenil, estuvo en la mira del Real Madrid. Los merengues se encandilaron con él en un Mundialito disputado en España. Sin embargo, su representante había suscrito un pacto con el Inter que, al final, se rompió. Nunca más estuvo cerca de ir al Viejo Continente. La desilusión fue tan dura que Rodríguez dejó el fútbol formal y volvió al barrio. Cobraba 70 pesos transandinos por disputar tres partidos en un fin de semana. Otra vez en canchas de tierra, rodeadas por un alambrado que ofrecía escasa seguridad.

Su hermano lo convenció de volver al profesionalismo. Su carrera la realizó, en su mayor parte, en Atlético Tucumán, uno de los representativos de su ciudad natal. Estuvo ahí durante diez años, con un intervalo entre 2010 y 2011 para emigrar a Newell's Old Boys, de Rosario. Sus coterráneos lo elevaron a la categoría de ídolo histórico del club. No es gratis. Su aporte llevó al club desde el torneo Federal A, la tercera categoría en Argentina, a jugar años después las copas Libertadores y Sudamericana. En 325 partidos, anotó 130 goles.

En Santa Fe, su aventura comenzó el año pasado, pero esta campaña es, lejos, la más provechosa. En esta edición de la Copa Sudamericana registra cuatro celebraciones. La última no cuenta para la estadística, pero es la más trascendente de su vida. Por eso, el emocionado festejo con el meta Leonardo Burian, el otro héroe de la jornada. El arquero había hecho la otra parte: después de estudiar minuciosamente a sus adversarios, contuvo dos lanzamientos. "Estuve siete horas mirando el video de los penales. Me acordaba de memoria a todos, hasta las caras, ja. Ese es el trabajo del cuerpo técnico, que hace un trabajo enorme", diría después del partido el portero. A ambos no solo los unía el hambre de gloria, también la tragedia: en agosto, en un accidente automovilístico, el golero había perdido a William, su hermano.