Nada más alentador que comprobar, tras unas desconectadas vacaciones, que las cosas no cambian, siguen exactamente en el mismo lugar: Colo Colo depende de Jaime Valdés y si el Pájaro anda mal, el equipo pierde consistencia; Paulo Garcés sale lesionado por una salida de su estilo y termina en la clínica; en el fútbol chileno no se marca, desde Dituro hasta Llanos, recorriendo toda la cancha de Viña, no hubo un solo jugador de Everton que amagara el gol de Católica; la U de Conce no sólo no lleva público al estadio, sino que tampoco es mencionado en los propios medios de la Octava Región; el Mono Sánchez se manda una atajada memorable y a la jugada siguiente regala un gol absurdo… El sábado, en el Nacional, Cavallieri demostró, una vez más, que podrá estar peleado a muerte con Guede, pero aún así le conoce todo los pensamientos. Y sigue invicto en sus duelos personales. Cuando pararon cerca de la media hora de ambos tiempos a tomar agua, había 30 grados a la sombra, supe que a esta acción se le decía Cooling time. Bascuñán no detuvo el partido para que tomaran agua, sino que para el Cooling time. Estoy divagando. Efectos del verano.

Me encanta el lenguaje del fútbol, siempre está regalando joyitas para deleite de los profesores de castellano y los filólogos. Mi buen amigo Juan Andrés Piña, autor de la notable Conversaciones con la poesía chilena, publicó el año pasado el divertido Diccionario del siútico. Ahí encontramos bocados como "control orientado" o "segunda pelota", como se le dice hoy a los rebotes.

Pues bien, el mentado Cooling time podría enriquecer una segunda edición de este diccionario, y no es más que la antigua parada que uno hacía en la plaza para tomar agua de la llave o de la manguera de riego. Se armaba una cola de sedientos esperando turno. Adosada a esta ceremonia venía un irrenunciable cuidador, empleado municipal o guardia privado, generalmente armado con un escobillón o rastrillo, que nos echaba de la plaza con la amenaza de darnos un par de varapalos y requisar la pelota. Que no era poco. Era el viejo que echa, presente a lo largo y ancho de todo el país, como bien lo ilustró Roberto Merino en una columna hace pocos años. Seguro algún antropólogo folclorista podría nombrarlo "tesoro humano vivo" como los chinchineros o los tejedores de chamantos.

En mi infancia me topé con infinitas variaciones del viejo que echa. Alguno con pistola al cinto y anteojos espejados, como me ocurrió en el verano de 1979 en una costra de tierra que tenía una cancha dibujada encima. En el Parque Inés de Suárez parece que tenía horarios discontinuos: podía estar semanas sin aparecer.

El más glorioso lo vi una tarde otoñal hace cuarenta años en las canchas interiores del Nacional. Fuimos con un grupo del barrio, los hermanos Gálvez de la calle Rengo estaban ahí, a pichanguear en las canchas de tierra y arcos con malla de gallinero que había entonces. Nos metimos en una de baby fútbol ubicada al costado de donde está hoy el patinódromo. De repente apareció este ogro con un rastrillo de puntas largas. Era grande, chascón, con patillas y una buena guata bajo su cotona. El Yeti. Salimos cascando pero no nos rendimos. Nos fuimos a jugar otra cancha de por allá lejos, donde se ubica el diamante de béisbol. Después de un buen rato de el que hace el gol se pone al arco y entierrarnos hasta las orejas, paramos el juego para un Cooling Time en una acequia que corría por el lado. Una vez más, y con mayores bríos, apareció blandiendo su rastrillo el viejo que echa, y fue el desbande. El que se las vio más negras fue un muchacho del barrio que no alcanzó a identificar: se había sacado toda la parte de debajo de la ropa para refrescar sus intimidades y, mientras sus vergüenzas se batían como un péndulo al ritmo del escape, se salvó por los pelos de ser atrapado por este potencial tesoro humano vivo.

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