A fuerza de tanto verlo, de tanto seguirlo, de estar atentos a las novedades que la prensa extranjera puede traernos de él, solemos perder la perspectiva de las cosas. Incluso conociendo su historia, a sabiendas de todo lo que le costó llegar hasta donde está, cuando lo vemos a través de las imágenes que la televisión nos ofrece solo advertimos una de sus facetas: la que nos remite a ese presente exitoso y triunfal que hoy lo sitúa como uno de los refuerzos del Barcelona.

Sin ir más lejos, en la última Copa del Mundo quedamos maravillados con la selección de Francia y con historias como las de Mbappé y Kanté, que saltaron desde una infancia en los suburbios parisinos a tocar el cielo futbolístico al ganar el campeonato mundial. Pero el caso de Vidal es distinto. Muy distinto. Sí, también vivía en un suburbio, con la diferencia que ese suburbio quedaba en un país del tercer mundo, en una población -El Huasco, en la comuna de San Joaquín- hasta donde no llegaban los programas estatales que había en Francia para dar una salida "deportiva" a la población más vulnerable.

Insisto, la historia de Vidal la conocemos todos, pero por lo mismo a veces nos olvidamos de ella. La tenemos tan internalizada que a estas alturas ya parece una ficción. Volvemos a ella -cuando volvemos- con el sabor de lo anecdótico, con la misma cuota de banalidad que puede tener el relato de un chascarro.

Escribo todo esto porque ayer, mientras revisaba las páginas del diario El País, me encontré con una nota que da cuenta de su llegada al Barcelona. El texto comienza aludiendo a lo que debió asumir la madre de Arturo, luego de que su marido intentara quemar su casa con ella y sus cinco hijos dentro. Reinició su vida sola, dispuesta a fregar cuanto suelo fuera necesario con el fin de que en la mesa de sus hijos no faltara la comida. Tenía una convicción, el futuro de su familia dependía de Arturo, quien a los 13 años prometió a su madre que jugando al fútbol los sacaría de la dura vida que les tocó en suerte.

Quizá porque la nota está escrita por un periodista español, la misma historia que de tanto leerla ya nos parece una ficción, vuelve a aparecer en su dimensión verdadera, y es posible sentir de nuevo las carencias del hogar en el que se crió Arturo: el hambre, la precariedad, incluso el frío de las noches invierno. Porque para ser justos, en esas imágenes que los diarios y la televisión nos muestran de un Arturo Vidal sonriente, con una barba cuidada y un peinado en el que debe invertir no poco dinero, también deberíamos ver al adolescente que se privó de una vida normal, y a toda esa familia que también vivió en función de la única oportunidad que la vida les brindó para romper el círculo de la pobreza.

Lo que ha hecho Vidal no lo ha hecho ningún otro futbolista chileno. Y quizá sean pocos futbolistas en el mundo los que puedan dar cuenta de una historia similar. No solo me refiero a vestir la camiseta de los clubes internacionales que ha vestido -Juventus, Bayern Munich y ahora Barcelona- sino también el hecho de haberlo conseguido habiendo crecido en una población alejada de cualquier privilegio, en una sociedad donde la cancha está inclinada no precisamente para el lado de los que menos tienen.

Aunque por momentos no seamos conscientes, la de Arturo Vidal es una vida extraordinaria y, en medio de tanta banalidad, es bueno recordarlo cada tanto.

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