Albertina es cineasta. Recuerda muchas escenas de cine, pero aquella que la marcó y le resulta imborrable no la vio en una pantalla. La presenció en su casa, cuando tenía cuatro años. La violencia de la dictadura derrumbó su puerta: las balas rompieron el cuerpo de sus padres. Ella lo recuerda como una película y no está segura del orden en que sucedieron las cosas. “Treinta tipos con uniformes de distintas fuerzas armadas empuñando armas dentro de una casa perturban cualquier temporalidad”, dice.

Albertina es la protagonista de Lo que aprendí de las bestias, la primera novela de la directora y guionista argentina Alberti Carri. Escritora y personaje comparten varios rasgos, y eventualmente el lector podría confundirlas. Pero los padres de Albertina Carri, la escritora, no fueron baleados: hasta hoy son desaparecidos de la dictadura argentina, y ella fue testigo del secuestro.

-La protagonista tiene mi edad, tiene mi nombre, es cineasta, es lesbiana, pero no soy yo. Yo soy madre, por ejemplo, y esa es una condición vital de mi existencia que me diferencia completamente de la protagonista. El trabajo que hice en realidad para mí tiene que ver con algo que yo vengo haciendo en mis películas sobre la ficción y lo documental.

Realizadora de los filmes Los rubios, La rabia y Cuatreros, entre otros, Albertina Carri postula que el documental es un género de la ficción: que lo real está cruzado también por lo imaginario, y viceversa.

-Yo no creo que exista la imaginación pura, lo real juega en la ficción, y también creo que cuando se hace documental también se pone en juego la imaginación.

Nacida en 1973, Albertina Carri es hija de la académica Ana María Caruso y del sociólogo y ensayista Roberto Carri, militantes de Montoneros. En febrero de 1977 la pareja fue secuestrada por agentes de la dictadura en su casa en las afueras de Buenos Aires. En su película Los rubios, la realizadora va en búsqueda de sus padres, intenta reconstruir su memoria y contrasta pasado y presente. Cruzando realidad y ficción, difumina los bordes entre testimonio, autobiografía e imaginación: la directora es representada por una actriz, incorpora puesta en escena, el cine dentro del cine, incluso utiliza muñequitos Playmobil. De este modo el filme se pregunta por los mecanismos de la memoria y ofrece una mirada al mismo tiempo innovadora y controversial.

"La memoria colectiva también es discusión, es problematización, no es solo monumental o memorabilia", dice Albertina Carri. Fotos: Jetmir Idrizi

Estrenada en 2003, Los rubios fue motivo de un intenso debate en Argentina: el escritor Martín Kohan apuntó a la “despolitización” y al “tono indolente” del filme ante los desaparecidos, mientras la académica Cecilia Macón defendió su carácter generacional.

Lo que aprendí de las bestias, editada en Chile por Banda Propia, recoge el mismo espíritu creativo. Invitada por el sello y por la Universidad Alberto Hurtado, Albertina Carri presentó su novela en Santiago, asistió a una exhibición de Los rubios en el marco de los 50 años del golpe y participó en una conversación con la escritora Alejandra Costamagna.

La novela transcurre entre el campo y la ciudad, entre un pueblo llamado Rabia y el gran Buenos Aires. El relato se mueve a través del tiempo, sin un orden aparente, guiado por los recuerdos: la protagonista prepara su tercera película y recuerda flashazos del asesinato de sus padres, de su infancia en el campo junto a los animales y luego los años amargos junto a una tía. Articulada como una memoria visual y arropada de lecturas y referencias cinematográficas, la narración compone escenas e imágenes de gran resonancia.

La tragedia que vive la protagonista le rompe la niñez, ella lo dice, la expulsaron de la infancia, la empujaron a ser mayor. De qué modo se identifica con esa reflexión?

Con esa frase me identifico profundamente, podría decir que es totalmente autobiográfica. Creo que también es algo universal, que cuando suceden hechos traumáticos en la infancia o en la niñez hay algo que se rompe. Esa posibilidad de ser niña, esa posibilidad de vivir la vida de un modo lúdico y sin problemas de adultos. Es como que te meten los problemas de adultos directamente en tu existencia. Yo siempre me consideré grande, desde los cuatro años, y cuando fui madre esa experiencia fue muy contundente, porque cuando mi hijo tenía cuatro años y vi que era un bebote, dije, ¡Guau, qué fuerte! Yo era un bebota! No era un bebé porque ya hablaba, tenía ciertas herramientas, pero claramente esa percepción que yo tenía de mí misma estaba totalmente corrida del lugar. Por eso digo que también la memoria se construye con tus experiencias vitales y con tus experiencias posteriores, porque realmente en ese momento, recién ahí, tuve conciencia de mi vulnerabilidad y de mi fragilidad en aquel hecho.

Albertina, la protagonista, dice que en algún momento adoptó el olvido. Cómo se equilibran o concilian la memoria con la necesidad de cierto olvido, de no estar siempre girado en torno al dolor?

Yo creo que son hechos totalmente constitutivos de tu aparato emocional. Y por otro lado quiero decir que es también un juego que hace la novela, alrededor del recuerdo, el olvido, lo que necesitamos olvidar y lo que necesitamos recordar. Una cosa es la memoria colectiva, que es necesaria y que siempre tiene que estar viva y despierta. Pero la memoria colectiva también es discusión, es problematización, no es solo monumental o memorabilia. Y luego, para tu vida cotidiana, es imposible estar todos los días y todo el día recordando el hecho traumático. Lo puedo llevar a escenarios menos dramáticos, no sé, una separación es muy dolorosa y duele muchísimo y es algo que te modifica y te marca. Pero en un momento empiezas a recordar otras cosas, a buscar otros recuerdos para poder seguir viviendo, ¿no? Son sistemas de supervivencia que tenemos los humanos.

Imagen de Los Rubios.

La novela habla desde la pérdida pero no está escrita ni con nostalgia ni sentimentalismos. Presumo que no está en su intención narrativa el victimizarse

No, no está dentro de mi intención narrativa ni está dentro de mi imaginario tampoco. No creo que se pueda construir sociedad desde la victimización. O sea, tengo mucha conciencia, por supuesto, es horrible lo que me sucedió, no lo pongo en duda. Por supuesto abogo por la justicia, porque se esclarezcan los crímenes. Pero más allá de eso, creo que el modo de construir sociedad tiene que ser otro. O sea, no suma nada la victimización de la víctima, porque además es una revictimización, ¿no? Porque ya te sucedió y además ponerte en ese lugar es una forma también de volver a vivir el hecho traumático una y otra vez. En tal caso yo tomo cierta distancia y prefiero ponerme en un lugar más reflexivo, porque todos venimos de una catástrofe. Unas más personales, unas menos personales, pero la historia de nuestro continente ya es problemática por sí. Con esa conciencia histórica y social es que hablo de mi propia historia.

En este sentido, la novela y sus películas poseen un nivel de sofisticación que evita la obviedad. Es un acercamiento inusual al tema. Cómo lo ve Ud?

Eso que tú llamas sofisticación creo que es una convicción alrededor de la cultura. Así como la desaparición de mis padres es un hecho formador de mi carácter, de mi personalidad, de mi estar en esta tierra, el hecho traumático también es un hecho formador de toda la literatura que leí, todas las películas que vi, todo el esfuerzo de reflexión también que hago alrededor, no solo de mi condición como persona, sino del estar acá. En ese sentido, tengo una fuerte convicción, muy tenaz con respecto a que el arte también es educador, es pedagógico, es necesario para la convivencia. Y también es un llamado, la posibilidad de desparramar determinados pensamientos y problematizar el estado de las cosas. La apuesta de la novela también que tiene que ver con no perder el foco de que es un artefacto cultural, un artefacto de reflexión, es una posibilidad de pensamiento y no solo una enunciación.

En la novela hay muchas muertes y uno de los momentos conmovedores es la muerte de Babieca, el caballo de la protagonista cuando niña. La escena de su entierro tiene muchas resonancias, desde luego políticas. Era consciente de esas resonancias?

En la novela hay muchas muertes pero un solo entierro. Y el entierro de Babieca es un juego también con esa fosa gigante y todas esas toneladas de seres que dejan de vivir, remite a eso claramente. Y es poner también en escena ese pacto con la Tierra que se rompió con los desaparecidos. Nosotros, los humanos, entregamos nuestros muertos a la Tierra para que esta los cuide, los proteja en esa instancia de muerte, y ese pacto fue quebrado. Es un pacto social también que se quiebra con respecto a nuestras costumbres, nuestra identidad. Para mí, la muerte de Babieca reconstruye algo de eso, de esa necesidad imperiosa de poder devolverle a la Tierra lo que la Tierra nos dio.

La novela transcurre en democracia, años después de la dictadura, era una forma de explorar en las huellas que dejó?

Sí, claro, yo creo que estamos en un tiempo justamente de eso, en estos 50 años en Chile, 40 en el caso de Argentina, es necesario empezar a reflexionar sobre las herencias que la dictadura dejó. O sea, entiendo que en los primeros años había que reconstruir la historia, había que reflexionar sobre el horror y el genocidio, pero creo que a 50 años hay que empezar a reflexionar también sobre esas herencias y esos contagios. Osea, ¿qué significa el terrorismo de Estado en la vida posterior? No es que se cierre ahí, se pone un monumento y ya está, esto nunca más y termina ahí. No, es mucho más complejo. Creo que hay que problematizarlo también para pensarnos como sociedad, insisto. Creo que el arte ahí es una herramienta clave y vital, y muy potente para pensar todas estas cuestiones.

En la novela aparece de hecho la familia en la que crece la protagonista como un “polo tóxico”

Para mí el personaje de Angélica, la tía de Albertina, de algún modo invoca y convoca todos esos modos de la dictadura, más allá de estar viviendo en democracia. Por eso digo, ¿cuál es la herencia de un Estado que reprime? ¿Qué habilita en la sociedad un Estado que reprime de ese modo? Y bueno, habilita este tipo de costumbres y ese tipo de violencia en los ámbitos privados.

Hablabas de la memoria colectiva: Crees posible la construcción de una memoria colectiva o de cierta memoria común en este tema en nuestros países?

Creo que en Argentina existe cierto consenso sobre una memoria colectiva. Si bien los discursos de odio ahora parecen estar habilitados, la sociedad se movilizó hace no muchos años en contra de una medida por parte del presidente Macri que pretendía liberar a los genocidas con una figura vil, llamada 2x1. Fue una movilización masiva y espontánea, porque es realmente una minoría, la que sostiene que aquello fue una guerra con dos bandos. Realmente la labor de los organismos de derechos humanos y las investigaciones que esos organismos militaron y posibilitaron, dejaron claro que aquí sucedió un genocidio de Estado. Sin embargo, al volverse política de Estado, la cuestión de DDHH, se fueron debilitando esos discursos, debido a convertirse en un eslogan.

En el prólogo del primer libro que escribió mi padre, Isidro Velazquez, formas prerevolucionarias de la violencia, él escribió “la verdad para el pueblo es aquello que perjudica al enemigo”. Más allá de cualquier ideología o de pertenencia partidaria, aclara. Y creo que en los últimos años, el Estado ha abandonado al pueblo, en sus derechos más básicos, entre ellos, el derecho al futuro. Y eso está dando cómo resultado este voto castigo a la progresía y este giro a la derecha. Porque esa verdad para el pueblo, es destruir un Estado que los abandonó. Y con ese embate, se llevan puesto todo lo que venga con ese Estado, incluidas sus banderas, sus ideologías y también sus eslóganes.

Habrá que volver a reconstruir esa memoria, que existe, no está extinguida, pero desde las postrimerías de lo humano y no como consigna estatal, sino cívica y social.

Cómo se ha dado la conversación con su hijo en torno a su identidad y su historia?

Fueron muchas conversaciones, imaginate que el relato fue variando según sus edades. Una cosa fue contárselo cuando él tenía 5 años, luego cuando tenía 7, luego cuando tenía 10, ahora que tiene 14. O sea, él cuando quiere hablar de estas cosas las habla y cuando no quiere no las habla. Pero eso fueron como diversas conversaciones. La novela, por supuesto, todavía no la leyó y la leerá cuando sea más grande.