Su último libro, Delirio americano (Taurus), terminó de ubicar a Carlos Granés como la figura de relevo más prominente de una tradición ya canónica en América Latina: el intelectual liberal que se hace cargo de la política y la cultura, pensando al continente como un todo y rivalizando por igual con conservadores y revolucionarios.

En casi 600 páginas, Granés (antropólogo, hoy radicado en España) recorre todo el siglo XX latinoamericano, país por país, dando cuenta del papel de las ideas y las artes en la invención de las identidades nacionales. Así constata que la imaginación deslumbrante de las vanguardias no tardó en enredar sus legítimos delirios con aquellos que prosperaban en la política, alentando un desdén por la democracia que aún, cree Granés, nos induce a soñar en grande. De esto habló ayer en Valparaíso, invitado al Festival Puerto de Ideas, y en la víspera con La Tercera.

Pareces sugerir que en la región somos propensos al autoritarismo, o al caudillismo, porque también lo somos al lirismo y al romanticismo.

En algunos aspectos sí, sin duda. Porque nacimos a la vida moderna, en tanto naciones independientes, muy ligados a las ideas románticas de emancipación. Y de construcción de un enemigo que supuestamente nos ha oprimido y ha puesto un yugo sobre nosotros. Eso moldeó personalidades exaltadas, revolucionarias, que han resistido al paso del tiempo. Pareciera que en América Latina el poder no atrae a gente sobria, sino a aventureros, a poetas del ideal o de la motosierra. Gente visionaria que no se conforma con administrar y resolver problemas, porque se siente llamada a hacer grandes cosas, grandísimas cosas. A liderar una épica, a dejar su nombre impreso en la historia. Es un vicio muy notable de nuestra política. Y conduce casi siempre al adanismo: hay que tumbar todo lo hecho previamente. Romper con todo, como dice Milei, para imponer nuevos cimientos que, al no ser nunca consensuados, llevan a la política de los bandazos: llegan otros al poder y lo tumban todo de nuevo.

¿A ti te gusta la política sin épica? ¿Crees que esa es la que nos conviene?

Sí. Es decir, me gusta la política que no apela al escándalo, que no es chisme, que no exacerba pasiones. Me gusta que la política sea aburrida, en realidad. Que se enfoque en resolver problemas al alcance de un gobierno, no en liberar pueblos. Ahora, como columnista, la verdad es que la política espectáculo me da mucho tema y casi que lo agradezco. Nos la ponen bastante fácil para hacer artículos interesantes y divertidos. Pero nos está creando un desastre.

La crítica al populista redentor es leída con recelo desde la izquierda, porque presume de hablar en general pero al final siempre se ensaña con los líderes de su lado. ¿Sería tu caso?

No, en absoluto. El ejemplo que te puse es el de Milei.

Pero él no representa al liberal ni al conservador clásicos, así que igual se salvan.

No, no, esa estructura de personalidad la encuentras en todos lados. La izquierda puede verse más tentada a caer en eso por el elemento utópico, ¿no? Pero la utopía cae del lado de la izquierda a partir de la Revolución cubana. Durante toda la primera mitad del siglo XX latinoamericano, los grandes utopistas fueron más bien derechistas. En Delirio americano yo empiezo criticando a Rodó, que es un pensador conservador, un hispanista católico, y que fue quien imprimió en la historia intelectual latinoamericana la idea de que nosotros, por herencia, por raza, estamos inclinados al ideal y tenemos que despreciar lo pragmático. O sea, yo creo que buena parte de nuestros problemas vienen de una idea que era muy de derechas al comienzo.

FILE PHOTO: Argentina's presidential candidate Javier Milei addresses supporters as they react to the results of the presidential election, in Buenos Aires, Argentina, October 22, 2023. REUTERS/Matias Baglietto/File Photo

Una lectura más sociológica, desde el progresismo, es que nos condenamos a la utopía al incorporar ideales modernos y conservar, a la vez, una estratificación social que impedía realizar esos ideales. ¿Compartes eso?

Quizás, sí. La desigualdad ha sido un problema persistente, junto con el desprecio por ciertos sectores de la población, que viene desde el mismo Bolívar. Desde Bolívar se desprecia, por peligroso y anárquico, al personaje vernáculo. Y eso no ha cambiado. En ese sentido, entiendo la desesperación de la izquierda. Incluso entiendo, sin compartirlo, el espíritu revolucionario que se propone tumbar de golpe esas estructuras e imponer unas nuevas. Pero esto nunca se soluciona de golpe. Lo que funciona son reformas paulatinas, consistentes, que supongan un consenso nacional y un proyecto de Estado. Mira, yo sé que en Chile hay mucha crítica al modelo neoliberal que impuso la dictadura y se continuó después. Pero la reducción de la pobreza en Chile fue brutal. Y eso se logró, en gran medida, porque los gobiernos de centroizquierda controlaron sus pasiones y aceptaron que algo nacido de un régimen asqueroso estaba dando resultados positivos. Bueno, yo creo en eso. No soy purista en nada.

Esa visión de la política, que la destina a gestionar consensos sobre problemas concretos, remite al supuesto pecado de la Tercera Vía: haber pretendido licuar las ideologías y los conflictos como si no existieran.

Bueno, pero pienso en Colombia en Juan Manuel Santos, el defensor de la Tercera Vía que tengo más a la mano. Yo creo uno puede decir de su presidencia lo mejor que se puede decir de una presidencia: entregó un país mejor que el que encontró. Ligeramente mejor, si quieres, pero eso en política ya es un éxito. Entonces, puede que ese mix ideológico moleste, frivolice las ideologías, sí, pero yo lo juzgaría más por los resultados. No veo por qué no.

Volvamos al desprecio de Bolívar. ¿No reinciden los liberales en ese desprecio cuando se figuran el populismo como una manipulación de masas irreflexivas?

Yo no me lo figuro así. Más aún, creo que el populismo viene a remediar algo que introdujo el propio liberalismo latinoamericano en el siglo XIX. Alberdi, por ejemplo, el padre del liberalismo argentino, autor de la Constitución de 1853, tiene unas frases terribles. Decía: “Un roto, un gaucho, un cholo, pueden tener la mejor educación durante 100 años y no llegarán a ser ni siquiera un zapatero inglés”. Ese era el nivel de desprecio.

Por las mismas fechas, los mejores liberales chilenos acuñaban frases irrepetibles sobre los mapuches.

Claro, pero también hay que ponerlo en contexto, porque en el siglo XIX un liberal yanqui te defendía la esclavitud con todos los argumentos del mundo. O sea, estaban aún más atrasados que nosotros. Y recordemos que el pensamiento de la época estaba muy influenciado por el darwinismo social y el positivismo, que eran intrínsecamente racistas, entendían el mundo a punta de razas. Una idea peligrosísima a la cual, inexplicablemente, hoy estamos volviendo. Pero bueno, el populismo es la venganza y el remedio de ese desprecio. Es, antes que nada, un proyecto de inclusión. Darle el voto a la mujer, por ejemplo, fue algo típico de los populismos.

Por lo cual también se los acusó de oportunistas.

En efecto, y era una conquista muy positiva. Entonces, ¿cuál es el problema? Que al populista le incomoda mucho la separación de poderes. Gustavo Petro es un perfecto ejemplo. Él está convencido de que, como ganó unas elecciones, ya el pueblo aprobó sus reformas y nadie tiene por qué frenárselas: ni el Congreso, ni las élites, ni los medios, ni los intereses, ni toda la retahíla de males que empiezan a surgir de la boca del populista. Ya no hay más debate, la voluntad popular coincide con la del líder. Es una visión absolutamente falsa de la democracia liberal, que supone mediaciones institucionales y debate permanente. Por eso el legado de los populistas es el mismo en casi todos lados: el deterioro institucional que dejan a su paso.

¿Eres de los liberales que pone a Boric en la fila de Petro, AMLO y el kirchnerismo? ¿O lo ves como la esperanza de algo distinto?

Mira, desde que leí La conjura contra América, de Philip Roth, yo entendí algo: hay que mirar muy bien qué valores defienden los presidentes en el extranjero. Porque si tú empiezas defendiendo cosas espantosas afuera, no vas a tardar en defenderlas adentro. En ese sentido, Boric había sido esperanzador, porque allí donde se manifestó el autoritarismo, el desprecio por los derechos humanos, él supo criticarlo. Ahora bien, la semana pasada dio a entender que la crisis humanitaria en Cuba es culpa del bloqueo y no del totalitarismo, y además llamó a consultas a su embajador en Israel, cosa que no ha hecho, por ejemplo, con Rusia. Confío en que sean simples lapsus. Del ámbito nacional puedo decir menos, aunque sí vi al comienzo un cierto redentorismo juvenil. Eso de creer que todos los viejos lo hicieron mal y que entonces su misión era barrer con los consensos previos y empezar de nuevo. Creo que se estrelló contra la realidad y enmendó el camino, lo que también tiene mucho mérito. Lo extraño es que, siendo un personaje muy nuevo y juvenil, también parece tener algo muy viejo, muy setentero, que lo obliga a arrastrar una carga pesadísima. Eso me sorprende.

Fascismo lírico

Entremos de lleno en el “delirio americano”. ¿Cómo fue que el arte y la política empezaron a cruzar líneas y a fantasear en conjunto?

Esto empezó muy pronto. Yo me limito al siglo XX, pero ya en el XIX, durante las guerras de emancipación, las nuevas élites instrumentalizan la poesía para crear una identidad nacional. Es un momento excepcional donde no hay naciones, hay que crearlas…

Tampoco hay buenos poetas, todavía.

Claro, Andrés Bello creo que es el único. Son poetas fatales, es verdad. Basta ver los himnos nacionales de toda América Latina, que son una atrocidad, todos.

Eso no te lo dejamos pasar…

Bueno, el chileno no lo tengo muy presente, pero el colombiano es espantoso. O yo no soporto esa épica patriótica, está bien. La cosa es que los criollos, para inventarse una identidad nacional, van a hacer algo muy curioso: ligar el presente republicano con el pasado prehispánico, que hasta entonces no les importaba en absoluto. Empiezan a reivindicar al inca, en Chile al araucano, Andrés Bello en un poema habla de Moctezuma, etc. ¿Por qué? Porque si existir es liberarse de España, hay que construir una identidad que pueda negar el período colonial. No sé en Chile, pero en Colombia la Colonia se despacha en un plis plas, como un largo bostezo marcado por la opresión.

Aunque el entusiasmo por el indio duró poco.

Claro, ya fundaron sus naciones y pasan a otra cosa. Pero en 1898 empieza todo de nuevo, porque ocurre el gran trauma: la guerra entre Estados Unidos y España. Esa guerra tiene un impacto brutal en los artistas, pero brutal.

¿Por qué?

Porque nos amenaza una nueva bestia negra, los yanquis. Y en respuesta, la reivindicación de lo vernáculo regresa de una forma espectacular. El primero que politiza la poesía –y en esto se anticipa a Europa– es Rubén Darío. Un poeta modernista que a fines del XIX escribía sobre frisos, náyades, centauros, puro exotismo cosmopolita. Pero en 1904 publica Prosas profanas, donde convoca a América Latina para que se una y enfrente al imperio. E invoca a la madre patria, después de todo un siglo de ignorarla y repudiarla. Pues resulta que ahora, atacados por los sajones, necesitamos recuperar la sangre hispana que nos vincula con el mundo latino, del que nos sentimos herederos y representantes en el nuevo mundo.

Y en cada país surge un grupo de poetas que transmite en esa frecuencia.

Americanistas al cien por cien. Y culturalmente muy influyentes, como Lugones o Santos Chocano. Pero esto termina de explotar en los años 20, cuando llega a América Latina –gracias a Huidobro– el virus de las vanguardias. Esto sí que produce una revolución en las artes, una eclosión interesantísima, con una búsqueda identitaria ya frontal, radical. Pero que va a terminar siendo paradójica.

¿En qué sentido?

Es que se buscaba un símbolo común del ADN americano, pero cada región encontró el suyo. Los argentinos descubren al gaucho, pero esto lo oían en Puno y les parecía absurdo, “por favor, lo propio del continente es lo andino, el campesino y el indio”. ¿Pero qué tenía que ver esto con los valores tropicales? Pues nada, allá el héroe cultural va a ser el negro antillano. Y todo esto tuvo una filtración rapidísima hacia la política.

¿Esa búsqueda identitaria permeaba a las clases dirigentes?

Clarísimamente. La plástica, la poesía, fueron muy útiles para dotar de referentes estéticos a los proyectos nacionales, que en los años 20 ya carburan con mucha fuerza gracias a la llegada de nuevas tecnologías: el tranvía, el teléfono, la luz eléctrica. Y los mismos artistas están muy metidos en política. Porque ya no quieren hacer sólo cuadros, poemas, novelas, sino promover proyectos de revolución social, de creación de hombres nuevos, de definición de nación. Además, están todos fascinados con la Revolución rusa o con la fascista. Y algunos entran en política directamente, porque ya no van a soñar en vano, van a anclar su lirismo a la realidad.

¿Y llegan a alguna parte?

Sin duda, hay casos notables, como Leopoldo Lugones en Argentina. Él no llegó a ser un vanguardista, era un modernista, pero muy nacionalista. Y está viendo que a Argentina llegan miles y miles de migrantes, entre ellos anarquistas, judíos, socialistas, que amenazan la identidad nacional. Entonces, replicando a Mussolini, que había rescatado la virilidad del soldado romano, él encuentra a Güemes, el héroe gaucho. Y ya en 1924 está pidiendo un golpe militar. “La hora de la espada”, se llamó su famosa conferencia, que lo convierte en el líder intelectual de los militares que acaban dando el golpe en 1930. El creyó que iba a ser el consejero áulico de Uriburu, el general que da este golpe. En Nicaragua pasó lo mismo con Somoza: unos poetas lo animaron a dar el golpe creyendo que iban a ser los ideólogos. Y qué va. Una vez en el poder, estos dictadores se deshacen de los intelectuales o los ponen de rodillas. Pero no van a ser sus consejeros, para nada.

Entre otras razones, porque están más locos que ellos.

Bueno, ahí tienes a Plinio Salgado, otro caso extraordinario. Él dirigía en Brasil el verde-amarillismo, una vanguardia contraria a toda influencia extranjera. Pero este personaje se va de viaje, en Italia conoce a Mussolini y vuelve transformado en político. Entonces inventa la Acción Integralista Brasileña, que termina congregando a miles de seguidores enfundados en camisas verdes y haciendo el saludo nazi, pero al grito de “Anaué”, en alusión al indio selvático. Y llegan a ser un actor determinante en el Estado Novo de Getúlio Vargas, que era un dictador fascistoide en esa época. Pero al cabo se da cuenta de que este poeta es un demente más radical que él y lo saca del gobierno. Entonces Salgado va con una escuadrilla al palacio de gobierno para tratar de matarlo y dar un golpe de Estado. Fracasa, menos mal, porque era el año 38 y venía la Segunda Guerra.

Así descrita, esa búsqueda identitaria era medio fatal. ¿Pero no era indispensable buscar y pensar esa identidad propia?

Sí, pero es que hubo muchas formas de pensarla. También en Brasil, por ejemplo, Oswald de Andrade y Mário de Andrade crearon la Antropofagia, que buscaba la identidad de una manera opuesta. Querían ser malos salvajes: deglutir al extranjero y procesarlo con un estómago brasileño, pero nutrirse de él. Y le dieron a la identidad brasileña una flexibilidad maravillosa, lo que llevó a Brasil a tener la mejor vanguardia del continente. Tropicália, incluso, es una herencia directa de esa tradición. Por eso Caetano Veloso no tiene miedo de contaminar las raíces autóctonas con el rock, la performance o la música dodecafónica. Y en toda América Latina, los productos culturales más fértiles han partido de esa actitud. La salsa se creó en Nueva York, influenciada por el jazz. Los escritores del boom aprendieron de Faulkner y Hemingway. Es decir, se puede ser muy antiimperialista en política y muy abierto en cultura.

¿Crees que confundir arte y política es siempre una mala idea, por ser el arte un espacio para el delirio y la política no?

No me molesta el arte politizado, si vas por ahí. Y sé que la política tiene algo inevitable de estética, de fingimiento, de dramatización. Me molesta cuando se exagera demasiado. O sea, cuando el arte se convierte en panfleto y la política en performance. Pero es el político, sobre todo, quien debe entender que él no es un artista. El artista tiene libertad absoluta porque trabaja con lienzos en blanco para reinventar al ser humano, para producir algo nuevo, total, descomunal. Pero cuando el político quiere ir por las mismas…

¿Ves al Che Guevara, por ejemplo, como un artista que se confundió de oficio?

Posiblemente, porque en la lírica podía matar mucha gente sin dañar a nadie de carne y hueso. Sí, hay gente que tiene pulsiones asesinas muy nefastas y que puede llegar a hacer arte fantástico, obras en que libera sus demonios. Pero la materia prima del político es una sociedad cambiante, conflictiva. Luego, esa visión maravillosa de lo que sería el mundo si todos me hicieran caso, pues sólo lleva a la melancolía. Y al victimismo, porque un artista nunca tiene la culpa de su obra. La tiene quien no se la entiende, quien no está a la altura de los tiempos o de la gran visión. Y por cierto, los enemigos que salen al paso: el imperio, la oligarquía, los medios, la reacción, lo que sea que justifique el fracaso de algo que era perfecto en el papel.

En el libro destacas que el surrealismo trajo a América Latina una especie de antídoto contra el nacionalismo cultural.

Sí, sobre todo porque las dictaduras de los años 30 habían convertido ese arte identitario en el arte oficial. El indigenismo en Perú, el muralismo en México, ya eran eso. Un poco menos el criollismo en Argentina, pero también. Y los surrealistas llegan con ideas distintas, preocupados del inconsciente, del deseo humano que no está circunscrito a una identidad específica. Les podía interesar la mitología maya por el poder de fantasía del no occidental, pero en función de búsquedas más universales. Eso le dio mucho aire a la cultura y también permitió hacer una crítica a esa connivencia perversa entre arte y poder, o entre arte e institución. En el fondo, sembró una alternativa libertaria, que luego también se irá filtrando hacia la política.

Esa filtración política, representada por Mayo del 68, viene siendo objeto de crítica. Se dice que ahí el liberalismo degeneró en satisfacción del deseo inmediato e intolerancia a los tiempos lentos de la democracia.

Es verdad que Mayo del 68 fue una legitimación del hedonismo, pero fíjate que yo lo veo con buenos ojos. Fue un campo para la experimentación vital. Y fue el momento en donde más claramente la izquierda se asoció a la palabra libertad, causa que luego abandonó. Claro, no diré que fue perfecto. Se empezó a renunciar a la deliberación racional y a darle más importancia a la expresión de un estilo de vida, ¿no? Y eso ha conducido a la política identitaria de hoy, una deriva nociva a mi modo de ver. Pero yo agradezco a los sesentayochistas que hayan hecho lo que hicieron. Porque, nacido en el 75, me encontré un mundo mucho más liviano, mucho menos atravesado de tabúes para tener una vida interesante a nivel individual. Le agradezco infinitamente al rock, al surrealismo y a los sesentayochistas. Creo que mi vida ha sido mejor gracias a ellos.

¿También incubaron una aversión por las instituciones, como dicen sus críticos?

Puede que sí, porque fue una lucha contra los padres, contra esa generación que tenía otros valores. Pero finalmente, los sesentayochistas entraron a las instituciones y no lo hicieron del todo mal. Incluso el hipismo acabó pactando, no quizás con las instituciones, pero sí con el mercado. Entonces no los veo, a la larga, tan contraculturales como ellos se pensaban. Y esto tampoco es una crítica, porque ampliar el espectro de estilos de vida dentro del mercado no me parece una conquista menor.

Según el politólogo Jesús Silva-Herzog, Andy Warhol es el artista precursor de Trump. Es decir, de una sociedad rendida a las reglas de la fama, tal como Warhol retrataba a Mao sólo porque era famoso. ¿Coincides?

Warhol es la prefiguración de lo que iba a ocurrir, sin ninguna duda. Intuyó que los mass media suponían una nueva sociedad y que por ahí venían los tiros: en la espectacularidad del famoseo, de los grandes figurones que deslumbran a la audiencia. Ahora bien, Trump lo vino a confirmar de una forma menos jocosa, menos irónica y más terrorífica que como Warhol lo presupuestó. Trump no tiene ese sex appeal hedonista y ese carisma pop que aparecen en Warhol, es todo lo contrario. Pero sin embargo se ha servido del mismo fenómeno para triunfar.

Como Milei se ha servido de la adrenalina del rock.

Totalmente. Milei hace parte de lo que llamo la Internacional Desmelenada. Trump, Boris Johnson, ahora él: todos los políticos que descuidan su peinado –o que experimentan demasiado con él– acaban convirtiéndose en personajes excéntricos, muy transgresores, que juegan justamente a transgredir los consensos del 68. A rasgar esa nueva moralidad que empezó como algo contracultural en los años 40 o 50 y que ahora es el statu quo. Viendo que esos consensos se han institucionalizado, ellos han decidido escandalizarnos a todos con comentarios homófobos, antifeministas, prodictaduras, etc.

Decías hace poco que en América Latina, modernizada y todo, persiste una resistencia de fondo al pluralismo, encarnada en las figuras del antipatriota o el enemigo del pueblo.

Sí, pero creo que eso se debe a que los procesos populistas nos condenan a una polarización infinita. Un gran lío del populismo es que necesita crear pueblo, ¿no? Por eso también son artistoides, creen que la magia de su palabra va a transformar a los individuos en colectivos que se mueven al unísono. ¿Pero cómo se crea pueblo? Creando un antipueblo, poniéndole un enemigo. Y esa estrategia, lamentablemente, funciona. Pero les funciona a los candidatos. Una vez en el poder, estás totalmente encorsetado en tu propia trampa. Porque ese antipueblo también está en el Congreso, en las instituciones, en los medios, en la calle. Y saben cómo los has tratado, no se van a quedar quietos. Entonces el populista empieza a clamar por unidad nacional, por acuerdos, por diálogo. ¿Cómo? Si él mismo saboteó esa posibilidad para llegar ahí. ¿Qué puede hacer Milei si gana, si lo único que ha hecho es denostar? Es imposible, es la sin salida: se exacerban las pasiones en campaña, se intentan calmar desde el poder y el resultado es el estancamiento, la desesperación y el bandazo en las siguientes elecciones. Y de ahí el desmadre latinoamericano.