Columna de Alan Pauls: Populismo empático

Piñera-Macri
Foto: AP

Empatizar es ver la situación, sí, pero es verla siempre después, tarde, delay disculpable en un padre de familia distraído por las muchas cosas que tiene en la cabeza, pero no en un Presidente.



Me tocó leer la entrevista de El País con Sebastián Piñera en Madrid, el domingo en que los españoles votaban por cuarta vez en el año y el Partido Socialista español y su líder recibían el sopapo padre asestado por el error de cálculo, la propia estupidez o la combinación particularmente agresiva de ambas, que les hizo perder tres escaños de 123 mientras veían cómo Vox, versión made in Spain del neofascismo que pretende higienizar el planeta, duplicaba los que había ganado en abril y pasaba a ser la tercera fuerza del país. Increíble cómo el progresismo inventa siempre maneras nuevas e imaginativas de allanar el camino a sus enemigos.

Me llamó la atención que, en el título, Piñera reconociera que ni él ni su gobierno habían sabido "entender el clamor por una sociedad más justa". Sonaba a contrición, a mea culpa, pero ese no era el tono dominante en el cuerpo principal del reportaje, cuya larga columna inaugural el Presidente dedicaba a desplegar los portentos de los que el Chile de los últimos 30 años tenía el derecho y hasta el deber de enorgullecerse, entre ellos el crecimiento, el desarrollo, la multiplicación por cinco del ingreso per cápita, la reducción de la pobreza y la recuperación de la democracia "en forma ejemplar". Con razonable sorpresa, los dos entrevistadores le preguntaban cómo explicaba entonces el estallido feroz que llevaba tres semanas sacudiendo a Chile. Y Piñera contestaba: "El malestar del éxito".

Una respuesta (una "hipótesis", como la denominaba el mismo Piñera) cuanto menos audaz, porque no es obvio que una resaca de éxito, por severa que sea, ponga a un país en estado de "guerra" ni se cure sacando al Ejército a la calle y, sobre todo, porque suena poco congruente con la batería de medidas sociales -aumento de pensiones, ingreso mínimo garantizado, reducción de tarifas de servicios básicos- que unos renglones más adelante anunciaba que adoptaría para hacerse eco del reclamo que confesaba haber desoído, todas ajenas, por no decir hostiles, al credo político del que Piñera es el único paladín del Cono Sur -ahora que su colega argentino Mauricio Macri está ocupado haciendo valijas. Ni hablar de la reforma constitucional, ahora en marcha: ¿Para qué tocar el código que había asegurado una transición democrática "ejemplar"? Algo no cerraba en el discurso presidencial. El problema era que resultaba difícil decidir qué refutaba mejor al Chile envidiable que exaltaba: si la saña con que las fuerzas de seguridad reprimían a los manifestantes o los impuestos a la riqueza con los que se financiaría la agenda social, un subterfugio populista hasta entonces inconcebible en la agenda de gobierno.

Los presidentes pueden ser tercos, incompetentes, desapegados. Pueden ser hasta crueles. Más que esos vicios, sin embargo, lo que asombra, últimamente, es que no vean, que la realidad los tome tan de sorpresa y, al menos por un momento, los deje desguarnecidos, los desnude en toda su ignorancia y su desconcierto. Sabemos, por supuesto, que la realidad es compleja, facetada, plural, etcétera, y que los acontecimientos que cada tanto la crispan, inesperados y abruptos, no siempre están de acuerdo con los diagnósticos con que se los intenta reducir. Por eso, quiero suponer, los presidentes no están solos cuando presiden; por eso tienen secretarios y ministros; se rodean de asesores y contratan encuestadoras; intercambian información, análisis, pronósticos confidenciales con think tanks a menudo reclutados en las universidades más prestigiosas del planeta. (Excluyo cónyuges, porque su razón de ser es meramente sentimental y no involucra obligación política alguna, aunque no estaría mal que en situaciones críticas aportaran algo más que pánico a las invasiones alienígenas). ¿Cómo es posible entonces que no vean? ¿Cómo es posible que sean ellos, los presidentes, los que enfrentan lo que pasa en los países que gobiernan con el estupor de una criatura de otro planeta?

Una perplejidad parecida a la que golpeó a Piñera hace tres semanas sacudió a Mauricio Macri tras las elecciones primarias de fines de octubre, que el presidente argentino confiaba en pelear voto a voto y terminó perdiendo por 16 puntos. Fue -extrañamente, para un país susceptible como la Argentina- una muestra de disconformidad civilizada, sin violencia ni demasiados exabruptos, pero el efecto que tuvo sobre Macri y su partido fue tan glacial como el que tuvo en Piñera la revuelta callejera. Otro presidente que no veía, que no había visto, ni entrevisto, ni previsto. Otro paladín liberal que de golpe, abofeteado por una evidencia que le había pasado completamente inadvertida, barajaba sin saber muy bien cómo pronunciar las medidas sociales que, de haber sido un poco real, el país que tenía en la cabeza habría vuelto innecesarias e inimaginables, expedientes ineficaces de una ideología caduca y/o un demonio siempre al acecho.

Macri no elucubró hipótesis. A la vez malhumorado y condescendiente, prefirió regañar al electorado como un padre a un hijo vasto y díscolo que hubiera desoído sus consejos, aceptando de muy mala gana su decisión, pero anticipándole con tono de amenaza las consecuencias funestas que le deparará y, por supuesto, deberá afrontar solo. Días después, igual que Piñera, pidió la especie de perdón que le sugirieron que pidiera los mismos que en vez de abrirle los ojos habían contribuido a su ceguera y anunció el rápido programa de paliativos que habría rechazado por obsoleto en una situación normal (es decir, en un país que no fuera el que en ese preciso momento estaba empezando a dejar de gobernar).

Y aquí aparece la palabra clave: empatía. Ni Piñera ni Macri vieron nada; no vieron nada ni antes ni mientras sucedían las cosas (el estallido social, la paliza electoral). Pero cuando ya no podían no verlo, o cuando ya no podían seguir diciendo que no lo veían, sacaron ese as de la manga que de un tiempo a esta parte no deja de insistir en el lenguaje del sentido común político, en particular el que hablan los poderosos, desde directores de fundaciones hasta líderes mundiales: fueron empáticos, hicieron lo que la situación que no habían visto les exigía que hicieran, aun cuando eso que finalmente hacían contradijera todo lo que pensaban que era mejor hacer. Así, la empatía (con su verbo asociado: empatizar) es la cuota de populismo que el dogma neoliberal está dispuesto a pagar cuando una situación que no vio (porque no la considera pertinente o, más bien, porque es tan constitutiva de su programa que se vuelve invisible) lo pone contra las cuerdas.

El populismo empático es aceptable porque es un populismo despolitizado, o más bien psicologizado, afectivizado, como si la emoción fuera el único idioma en el que el neoliberalismo es capaz de articular -de ver- la cuestión social en las sociedades que gobierna. Empatizar es ver la situación, sí, pero es verla siempre después, tarde, delay disculpable en un padre de familia distraído por las muchas cosas que tiene en la cabeza, pero no en un presidente, cuya función consiste precisamente en pensar todas las cosas que una sociedad tiene en la cabeza. Se empatiza con la víctima porque es la víctima y se presenta como tal, como un modo de dar lugar a su drama en un presente crítico, pero nada en la empatía acusa el menor reconocimiento de las condiciones y las causas que hacen posible la existencia y el padecimiento de la víctima, esa desigualdad objetiva que Piñera transforma en una subjetividad de malcriados cuando lanza su hipótesis sobre la contestación masiva de las últimas semanas. Porque llega tarde, fogoneada por una coyuntura de tensión extrema, siempre a mitad de camino entre la corrección política y el marketing de emergencia, no es casual que la empatía -contraseña del capitalismo progresista- caiga a menudo del lado del maquillaje, el disfraz, el histrionismo, cuando no del mero oportunismo. No es la prueba del reconocimiento de la verdad de la cuestión social, sino apenas la pátina de sensibilidad filantrópica a posteriori con que se la intenta apaciguar, encubriendo la evidencia de que la agenda de gobierno sigue considerándola un mal menor y necesario.

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