Columna de Ascanio Cavallo: "El enemigo público N° 2"

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La franja televisiva para el plebiscito de abril se iniciará el 27 de marzo.


La pregunta del día -entre los que se preocupan de esto, que no son muchos- es cuánta será la diferencia de votos entre las opciones de "apruebo" y "rechazo" en el plebiscito fijado para el 26 de abril. Siguiendo las encuestas, parece darse por descontada la ventaja triunfal del "apruebo". Algunos dicen que debe ser contundente, para que tenga mayor legitimidad. Otros, más imaginativos, piensan que una gran mayoría daría pie incluso para disolver el Congreso o para iniciar un proceso revolucionario en forma.

La confianza misma es un problema, como lo supieron los colombianos en el plebiscito por los acuerdos de paz del 2016, cuando el "no" se impuso a última hora por 0,21 centésimas. Pero, además, hay una distorsión en las ideas sobre el volumen del triunfo. En la democracia se gana con la cifra que establezca el mecanismo electoral. Y cuando se trata de dos opciones, gana la que tenga la mitad más uno. La legitimidad no está en juego con la diferencia de votos. No aumenta ni decrece con el volumen. La mejor demostración son los parlamentarios: ninguno se pone más tímido por haber sacado pocos votos; ninguno recuerda cuánto pueblo estuvo detrás del proceso que lo convirtió en representante del pueblo.

El problema de la legitimidad, en el Chile de estos días, se presentará solo en cuanto al nivel de participación o, al revés, en el de abstención. Una partícula dentro de la inundación de falacias actuales afirma que el Presidente Sebastián Piñera fue elegido por una minoría. No poca gente lo cree con toda sinceridad, y hasta con entusiasmo después del 18-O, como si la quiebra del orden público fuese una demostración electoral.

Pero, electoralmente hablando, esto es falso. Piñera obtuvo 633 mil votos más que el senador Alejandro Guillier, en una segunda vuelta que tuvo más votos que la primera. Ambos recopilaron la votación dispersa entre otros candidatos, pero, además, agregaron 300 mil nuevos votantes, y parece muy probable que la mayoría de ellos se haya ido directo a Piñera. Le ayudaron a conseguir el resultado más alto en un cuarto de siglo.

En la elección anterior, en 2013, Michelle Bachelet fue reelegida con un millón 334 mil votos menos que Piñera. En aquella segunda vuelta, la abstención llegó al 58% sobre el total de mayores de 18 años. En la de Piñera, bajó al 50,9%. En los dos casos se puede decir que más de la mitad de las personas habilitadas para votar no participó.

Pero no se puede sostener que esa mitad ausente forme parte de nada; sus motivaciones van desde la rebeldía hasta la flojera, y su único aporte es debilitar la legitimidad del ejercicio democrático. No la legitimidad particular de Piñera ni de Bachelet, sino la de la democracia misma.

El plebiscito del 26 de abril fue una idea que la clase política le propuso al país en una semana en que parecía que la violencia callejera se salía de control. En cuanto válvula de liberación de energía, no resulta muy imaginativa, pero es la única que se encontró en esos días de fuego. Mejor dicho, fue la que tenían en mente muchos de los que perdieron la elección de 2017 y que aprovecharon la fatídica rebelión callejera para reubicar su propio programa. La política, después de todo, está hecha de esas astucias. Por eso, sacan poco los derechistas que dicen con enfado que Piñera "entregó" la Constitución. Había que estar en los zapatos de noviembre para discernir entre conceder y solucionar.

Tampoco es claro que el cambio de la Constitución haya llenado la frondosa imaginación de los entusiastas de la calle. Al mundo encapuchado (que incluye a los cientos de anónimos de las redes digitales) no parece interesarle gran cosa este alto debate. El incendio y el saqueo han competido con el sabotaje al fútbol como deportes de temporada.

Ni siquiera se puede confiar mucho en las encuestas, incluso en las que se preocupan de la participación. En el 2016, una encuesta del PNUD dejó entrever que el total de abstencionistas (nuevos y antiguos) en las municipales de ese año podría ser de más o menos un 30%. Esa investigación no tenía por objetivo pronosticar, pero el caso es que la abstención efectiva fue más del doble, 64%, la más alta de la historia. Con el criterio de la legitimidad por cantidad, no debería haber ningún alcalde en funciones.

Parte de la imaginación del cambio constitucional se ha construido sobre la base de que la que arranque del plebiscito de abril será más participativa que todas en la historia previa de Chile. En el único proceso participativo que se ha emprendido, los cabildos constitucionales de Bachelet 2, participó un total de 218.689 personas, lo que equivale al 1,5% del electorado vigente en ese momento. En el caso de ganar el "apruebo" en abril, los participantes serán 155 convencionales, elegidos con el mismo sistema proporcional (tan discutible como todos) con que se eligió al Congreso.

De modo que para sostener que será el trabajo constitucional más participativo, la única cifra importante es la del número de votantes en el plebiscito y, como secuela de él, en la elección de constituyentes.

En números simplificados, la situación electoral es así: en 1990, para el inicio de la transición, votaron 7,2 millones de personas, de 7,6 que estaban en el padrón. En la última elección presidencial, la de Piñera 2, votaron también siete millones, pero con un padrón que aumentó a 14,3 millones. Lo que se ha perdido entre ambos puntos -casi todos votos jóvenes- ha de atribuirse a nuestra paupérrima educación media, exitosamente combinada con la incuria de unos dirigentes políticos que no han mostrado nunca una verdadera decisión de involucrar a los nuevos electores.

Parece que parte de la tormenta desatada el 18-O es también una expresión de la falta de participación política, malinterpretada por la implantación del voto voluntario. Aunque suene contradictorio (¿qué cosa no lo está siendo?), si la participación electoral no aumenta, y bastante, el proceso entero podrá ser deslegitimado de nuevo por los mismos que no votan. En otras palabras, si no hay más votantes será imposible saber si la solución constitucional ha sido una solución.

El primer enemigo del proceso, ya se ha dicho, es la desinformación a través de unas redes desreguladas, donde hasta el más zafio se cree informador. El que le sigue es la abstención, con el agregado de que sus efectos serían más largos.

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