Columna de Ascanio Cavallo: "Rebelión en la granja"

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En la famosa novela de George Orwell, los cerdos, encabezados por el Viejo Mayor, se rebelan contra los abusos de los humanos y constituyen un régimen revolucionario que muy pronto deriva hacia una lucha de poder. Con su sátira aguda y oscura, Orwell denunciaba al estalinismo que se había hecho del poder en la Unión Soviética tras la muerte de Lenin. Pero las resonancias de esa parábola se han extendido, mucho más allá del fin de la URSS, a todo el animalismo político que actúa en nombre del supremo interés de los animales.

La granja latinoamericana anda por ahí. En los últimos días, Perú y Ecuador han entrado en procesos radicales de desestabilización. Los peruanos, por la alianza espuria de fujiapristas que controla el Congreso (Vargas Llosa los ha llamado, con algún exceso, "pillos semianalfabetos") y que el presidente quiere disolver con nuevas elecciones; los ecuatorianos, por una rebelión contra el fin de los subsidios creados por el bolivariano expresidente Rafael Correa. Ambos casos solo se parecen en su simultaneidad y en dos fotos trágicas: las de los presidentes Martín Vizcarra y Lenin Moreno rodeados por los comandantes de las Fuerzas Armadas. Por mucho que los dos jefes de Estado se encuentren asediados por sus adversarios políticos, el mensaje militarista que han transmitido parecía olvidado en la región. No se trata técnicamente de golpes de Estado, pero hay una indelicada invocación a la fuerza que recuerda las experiencias de Isabel Perón y Juan María Bordaberry en Argentina y Uruguay, hace casi 50 años. Ambos convocaron a los militares, que luego los desplazaron para entronizar dictaduras hechas y derechas.

A propósito: Argentina y Uruguay tienen sus elecciones presidenciales el mismo día, el próximo domingo 27. Todos los pronósticos indican que, salvo batatazo, en Buenos Aires triunfará la dupla Alberto Fernández-Cristina Fernández, cosa que entusiasma al peronismo duro tanto como a los seguidores del verraco Napoleón en la novela de Orwell. Pero entre los argentinos no impera el optimismo: la larga sensación de caída nacional no se detuvo con el gobierno de Macri y no se detendrá, según parece, con la dupla de los Fernández. Ganará, una vez más, no quien salga elegido, sino la especulación, la espiral inflacionaria, deuda, más gasto, más default, ese deseo de satisfacciones inmediatas que Beatriz Sarlo ha llamado "el populismo de la felicidad".

En Uruguay, las encuestas muestran que el gobernante Frente Amplio ha recuperado su posición de liderazgo, pero no tendría fuerza para imponerse en segunda vuelta, donde el favorito es el candidato del Partido Nacional Luis Lacalle Pou (hijo de un expresidente, como son muy a menudo los candidatos uruguayos). De modo que podría ocurrir que Argentina gire hacia la izquierda mientras Uruguay lo hace a la derecha.

Bolivia vota cinco días antes, el 20 de octubre, pero solo sería novedoso que Evo Morales no triunfe. El presidente ya se saltó un referendo que le dijo que no podría reelegirse y su discurso de la oclocracia se las arregla para que no se note la pequeña oligarquía política que lo acompaña en el gobierno hace 14 años. En Bolivia ya se consolidó el poder de los controladores de la granja, los animales que deciden por el resto, tal como ocurre en Venezuela. En ambos casos una oposición desordenada, caudillista y maximalista impide vislumbrar cambios. Lo único que hoy parece razonable es abogar para que saquen sus manos de Venezuela tanto la parvada cubana como los cernícalos de Trump, los pájaros que excitan el gallinero ruinoso.

Las dos potencias del continente, Brasil y México, como el burro Benjamín, de Orwell, están volcadas sobre su propio ombligo populista, uno por el costado derecho, otro por el izquierdo. Hay un momento muy tardío en la novela en que el burro descubre que va camino al matarife.

Con este panorama regional, es obvio que Chile parece un titilante parque de juegos en una comarca oscurecida. El presidente -el actual, tal como los anteriores- se queja que los de dentro no ven al país como los de fuera. Tendrían, piensa, más aprecio por el gobierno, las encuestas no serían tan depresivas. Puede ser.

Pero de nada de esto se desprende que la política exterior lo tenga fácil, salvo que se crea que ella se mide por los palmotazos en la espalda. Se trata de un momento muy extraño para la diplomacia, quizás único en muchos años. Hoy no hay ningún aliado con el cual acompañarse, como hizo Lagos con el México de Fox o Bachelet con el Brasil de Lula. Es una soledad muy engañosa: no hay en ella más poder, sino más riesgo.

Toda la geopolítica de la región habrá cambiado antes del fin del año. Desde luego que Chile no puede alejarse de Brasil solo porque esté Bolsonaro, así como no puede desentenderse de Argentina aunque asuman los Fernández. Es la oportunidad para no ser corifeo de Washington frente a Venezuela, porque Trump no quiere lo mismo que Sudamérica. En cambio, no es la ocasión para saludar a ningún autogolpe apoyado por la fuerza militar. No es la hora de dar lecciones de democracia ni de tiranía, ni de transparencia ni de opacidad, nada de nada. Cada voto, cada firma, cada acción externa ha de medirse alejando al payaso del entusiasmo.

Y la razón es que, por primera vez en forma nítida, el mal estado de la región se debe menos a los partidos políticos que a la utilización de las instituciones -parlamentos, cortes supremas, tribunales constitucionales, contralorías, Fuerzas Armadas- con fines ideológicos y de poder político, con la misma ambición que lleva a los animales de Orwell a ese momento triste y final donde ya no se distinguen de los humanos, porque todos pretenden caminar en dos patas. Quizá alguien tenga algo que aprender.

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