Columna de Ascanio Cavallo: El jardín de rosas

FOTO: SEBASTIAN BELTRAN GAETE/AGENCIAUNO


“¿Con qué derecho juzgas, zar Iván?”, se pregunta el propio zar mientras piensa en sus enemigos, en el Iván el terrible, de Eisenstein, filmada hace casi 70 años. “¿De dónde sacas esa certeza?”, le pregunta hace unos días el filósofo André Comte-Sponville a un colega que le ha reprochado sus dudas sobre el confinamiento. Nadie puede responder a eso en estos días; nadie puede decir que hay una sola forma exitosa en una pandemia, y nadie puede decir siquiera que tal o cual caso ha sido un triunfo. Esto no ha terminado; con suerte, está en la mitad. Y, sin embargo, se multiplican los grupos que exigen más y menos, nuevas o viejas medidas para detener los contagios. En todo el mundo. Todos, sin ninguna certeza.

En la política corriente -la llana, la sencillita- la duda suele estar proscrita, parece una debilidad en un ambiente de seguridades. Por eso, en su parte baja, la política consiste en sembrar la duda sobre los adversarios. Si no puedes derrotarlos, oscurécelos. Nadie te promete un jardín de rosas, pero algún día serás recompensado.

Hoy, lo único que se sabe por adelantado es que, junto con las muertes, las economías quedarán por el suelo. Esa conciencia ha llevado a los políticos de muchos países -españoles, franceses, alemanes, neozelandeses- a concordar acuerdos sobre la base de que en cuanto al virus, todos comparten la ceguera, pero saben que viene lo otro. Azuzados por los economistas, los políticos chilenos se situaron en ese grupo al suscribir un acuerdo económico-social para afrontar los meses futuros con el dinero fiscal. Un nuevo clima, alentado además por la renuncia del ministro de Salud, se instaló en el país.

Duró una semana.

Ese mínimo plazo se tomaron para resurgir la desconfianza social, la anarquización institucional y, sobre todo, el encono político. Los detalles de la semana son demasiado peatonales para recordarlos aquí. Las cuestiones de fondo se han concentrado, por ahora, en dos grupos.

Primero, hay un sector del país, con representación en el Parlamento, que ha dado por muerta la Constitución. No ahora, sino desde hace tiempo. En su opinión, todo el engranaje constitucional, y en especial las restricciones que atañen al Congreso, se oxidó y está en ruinas, desde las reglas de mayoría hasta el Tribunal Constitucional y, por lo tanto, es irrelevante saber si los proyectos que presentan los parlamentarios son inconstitucionales o no.

En el Congreso se trabaja sobre la base de que su mayoría es opositora, aunque a) la elección presidencial expresó otra mayoría, y b) aún no se divise cómo podría la mayoría parlamentaria convertirse en sustento de una nueva gobernabilidad. Pero dentro de esa mayoría, suele resultar más clamorosa la que apunta a sobrepasar la Constitución de facto y en nombre de causas múltiples. No es muy normal, pero desde hace tiempo es parte del clima anómico del país. El caso es que ahora esas iniciativas desbordan, de modo objetivo, el acuerdo económico-social, que justamente es una definición de marcos y proyectos. Las rarezas son a) que algunas de esas iniciativas vengan de los partidos que firmaron el acuerdo, y b) que haya también unas apoyadas por miembros de los partidos de gobierno.

Sin mirar el manual de la prudencia, el Presidente Piñera decidió replicar a eso con una comisión especial para estudiar las inconstitucionalidades que se presentan con creciente frecuencia, como si los parlamentarios fuesen inconscientes de sus acciones. El anuncio es una injerencia en otro poder del Estado, aunque no muy distinta de las que el Presidente Aylwin emprendió contra la Corte Suprema en los años 90. El desafío de Piñera lo suma a una antigua corriente del contraparlamentarismo que expresó mejor que nadie Arturo Alessandri Palma, y después su hijo Jorge. Pero esa es otra historia. El hecho es que las relaciones entre el Ejecutivo y el Legislativo han sufrido otra erosión, acaso la peor en los últimos 30 años, y en el peor momento de la crisis.

El segundo grupo de problemas lo plantea otro sector -superpuesto con el anterior, pero no igual- que da por muerto al gobierno. Este espacio epistémico nació después del 18-O y llegó hasta marzo, cuando un senador propuso el cogobierno del Congreso con el Presidente (más o menos en ese orden): un trueque de mayorías. Mucha gente de este sector actúa como si Piñera hubiese sido defenestrado, antes por las movilizaciones y ahora por el Covid-19. Un excandidato propuso hasta una cohabitación à la française del Presidente con algún dirigente opositor. Nadie ha explicado cómo y quién se hace cargo de esas responsabilidades, y con qué tipo de legitimidad.

Por un momento pareció, cuando la alarma sanitaria se vino encima, que las fuerzas políticas enderezarían las instituciones -incluyendo al gobierno- para hacer frente a la emergencia. Pero ese eje ha sufrido una torsión durante junio y el Covid-19 se ha convertido también en una pieza de crispación política, como si los contagios, el hastío del confinamiento y el alza del desempleo se hubiesen transferido por ósmosis al ánimo de los dirigentes.

Parecía lógico que después del acuerdo económico-social viniera alguno, por ejemplo, respecto de cómo y cuándo avanzar hacia el desconfinamiento para aliviar el estrangulamiento de los empleos y la producción. Es lo que ha sucedido en otros países.

Pero en el Chile de esta semana, donde cada uno tiene su propio afán, no hay ni humo de eso.

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