Columna de Ascanio Cavallo: El miércoles armado



Los sucesos del miércoles pasado estarían más cerca de la extrañeza histórica que de la historia misma. ¿Entrarían, por ejemplo, entre Los momentos estelares de Zweig, al lado de la caída de Bizancio? ¿En la Historia universal de la infamia de Borges, junto al incivil maestro de ceremonias Kotsuké no Suké? ¿O entre los Momentos de la deriva hacia el abismo de Sloterdijk, cerca de la vergonzante noche del 16 de julio de 1918 en Ekaterimburgo?

El asalto al Capitolio tiene algo parecido al ataque contra las Torres Gemelas: ha sido sorpresivo, espectacular y, sobre todo, inimaginable. Sólo que no se trataba de terroristas dispuestos a inmolarse, sino de sujetos furiosos convencidos de sus derechos. Los partidarios de Donald Trump (pero, en realidad, de una cosa más profunda) entraron a la principal casa de la democracia occidental con armas, chalecos antibalas, pancartas y banderas, dispuestos a hacer valer lo que su líder les había dicho: que ganó las elecciones y el Congreso se las quería arrebatar. Habían anticipado esta promesa, la de “rodear la asamblea”.

Por supuesto que nadie les creyó. Parecía sólo retórica.

La asonada confirmó que la sociedad de Estados Unidos está pasando por la más profunda división interna, quizás desde la Guerra de Secesión (y entonces no serían tan excéntricas las banderas de la Confederación), pero nadie había esperado que se expresara de este modo. Por eso, hasta los altos funcionarios del propio Trump reaccionaron llamando a detener la insania. La pregunta que queda por responder: ¿Este es sólo el comienzo, o es, por el contrario, la culminación de la bronca antes de agotarse?

La división de Estados Unidos, sin embargo, no es única. Con muy raras excepciones, todas las sociedades de Occidente están atravesando por un grado semejante de polarización. Las versiones extremas acerca de la perversidad de los adversarios políticos inundan todo el planeta. Los partidarios de Trump juran que les robaron las elecciones. Los de Maduro dicen que no volverán a permitir que les roben sus elecciones, lo que significa que ganarán siempre. Cada uno está convencido de que forma parte de una indiscutible mayoría a la que siempre se le roba algo. “El pueblo” contra “la élite”. El trumpismo quería, precisamente, desafiar a “la élite” de Washington.

Su espectáculo de terror, con toque de queda, disparos en los jardines, policías desbordados por agresores encapuchados, debía escenificarse precisamente en ese espacio. Joe Biden ganó en esa ciudad con un 93%, por lo que los manifestantes sabían que entraban a un territorio hostil. Tuvieron que enfrentar a conductores que los maldecían y dormir en hoteles que no los deseaban. Pero se sentían triunfantes: habían demostrado, dijeron más tarde, que Estados Unidos debía despertar. Y ver lo que ellos veían con prístina claridad: que les robaron la elección.

La idea de ciudadanía se ha vuelto altamente emocional; los enervados y los furiosos tienen popularidad, igual los veraces que los mitómanos. La política se realiza, como describió Daniel Innerarity, “en tiempos de indignación”, en un momento histórico donde todo resulta enojoso y escandaloso. Si la modernidad ha sido desde el siglo XIX un esfuerzo cultural por racionalizar el espacio social, un empeño tenaz por darle a la convivencia un orden que se haga más con la cabeza que con otras partes del cuerpo (Weber), entonces es posible que el mundo esté entrando en otra fase, que la racionalidad sea un vejestorio propio de padres débiles. Innerarity le llamó a esto “el desorden emocional-populista”.

No parece que se trate del fin del capitalismo, como a algunas doctrinas les gusta anunciar cada cierto tiempo. La indignación es otro negocio y los asaltantes del Capitolio lo han representado con claridad. Muchos de ellos se declararían anticapitalistas, como se declaran todos los populismos y, mejor que ninguno, el fascismo. Del tronco histórico del fascismo procede la exaltación de la emoción política, la glorificación de la pasión y de la acción directa, inmediata. Mussolini y, con más perfección, Himmler y Goebbels, extremaban en sus discursos tanto el fervor como el terror, porque esas emociones les parecían indispensables para su política. También a Stalin y a Mikoyan.

Muchos de los que entraron a la Cámara de Representantes se tomaron selfies, como para subrayar que lo que les daba tanto coraje y seguridad era justamente el dispositivo de las redes digitales. Por primera vez en la historia, Twitter, Facebook e Instagram bloquearon por horas a un solo individuo -el Presidente Donald Trump- para impedir que aumentara el odio. Esta primera vez no será la última. Con su gesto, estas redes admitieron su responsabilidad en la política. Pero siguieron en pie, organizando a los ocupantes, Parler, Spreely, Gab y otras apps especializadas en el fanatismo. Será largo y arduo discutir cómo detener la expansión del odio sin eliminar las inéditas libertades alcanzadas con las redes.

Ha quedado claro que otra pandemia azota al mundo en paralelo con el Covid-19. Después del miércoles, ningún político, en ninguna parte del mundo, puede sentirse ajeno a ella. El mensaje es claro: la exaltación de la emoción, combinada con su expansión instantánea por las tecnologías digitales, es hoy la principal amenaza contra la democracia. Y no tiene ideología.

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