Columna de Ascanio Cavallo: La Convención, la red y la relinga



La línea más gruesa, la más tosca, la más visible, la más sintomática, que separa a la voluntad democrática de las inclinaciones autoritarias es la libertad de prensa. Todas las libertades asociadas -expresión, opinión, conciencia- están vinculadas a esta, hasta el punto de que se puede asegurar de que cuando está amenazada, todas las demás ya lo están también. Una experiencia histórica de más tres siglos sostiene este axioma y lo confirma la vida cotidiana en decenas de naciones que en cualquier momento de la historia reciente han estado sometidas a regímenes iliberales.

Como otros derechos públicos, la libertad de prensa tiene algo genérico y algo específico. La dimensión genérica es la garantía para crear medios de información; la específica es la que la sociedad le confiere a un tipo de profesionales -los periodistas- para acceder a fuentes de información que no pueden ser de acceso ilimitado. La ley les impone ciertas restricciones -típicamente, la injuria y la calumnia- y les entrega ciertas confianzas -como el secreto profesional.

No es cierto que las redes digitales hayan abierto el naipe para todos. Esas tecnologías son instrumentos, no finalidades, y como tales son susceptibles de cualquier uso. Circulan en ellas numerosos productos profesionales, pero muchos más productos engañosos, falaciosos y manipulatorios. El anuncio de que Donald Trump creará su propia red social ahorra más argumentación. Por supuesto, se llamará Truth.

Todo esto es bastante elemental. Por eso es tan llamativa la sistemática desafección que ha mostrado la Convención Constituyente por esta libertad fundante. Las dificultades de instalación pudieron hacer excusable -por no más de 24 horas- que nadie se preocupara de la relación de la Convención con la prensa profesional. Pero desde que lo hizo, la práctica ha sido imponerle restricciones, en ocasiones con el pretexto de la pandemia, pero las más de las veces con el simple fin de negarle el acceso.

Esta semana, los periodistas que cubren la Convención elevaron a la mesa una carta requiriendo el acceso libre a las sesiones. El solo hecho de que a estas alturas sea necesario presentar esta petición es inaudito, tratándose de un órgano que delibera sobre los derechos y las libertades públicas. Es algo que no ocurría desde los años de la Junta Militar, último órgano deliberativo que sesionaba a escondidas de la prensa, y nadie debería extrañarse si Chile, que por muchos años ha figurado orgullosamente con Uruguay a la cabeza de la libertad de prensa en América, retroceda ahora más puestos por este veto inverosímil.

Por eso es gravísimo.

Y es más llamativo que los reclamos contra estas restricciones se levanten desde grupos reducidos, y de derecha, en vez de reunir a la mayoría de los convencionales. ¿Qué clase de parálisis, qué tipo de inconciencia se está produciendo allí, que forma de aturdida concesión a métodos antidemocráticos? ¿No es demasiado ceder a la voluntad de los estridentes?

Hay, por supuesto, sectores que no creen en la libertad de prensa o que simulan que creen, siempre que la prensa sea controlada por consejos, directorios, centros u otras burocracias que al final siempre son seudónimos del Ministerio de la Verdad imaginado por Orwell. Una cosa es segura: la democracia no queda nunca protegida entre esos parronales.

En otra categoría pueden estar los “hijos de la plaza”. Todas las muchedumbres, sin excepción, son enemigas de la prensa. Esa también es una constatación histórica y para comprenderlo basta volver a Masa y poder de Canetti. Puede quedar algún atavismo en quienes se sientan nacidos de las multitudes del 2018. Pero ya no puede ser el caso de los convencionales. Ellos forman ahora parte de lo que Peter Sloterdijk ha llamado el “sublime círculo”, al que se ha dado la misión de construir un conjunto de medidas que inmunicen al “nuevo intento político de vida de la comunidad contra la decadencia y el abuso”.

En su notable ensayo sobre la Constitución alemana (en ¿Qué sucedió en el siglo XX?, Siruela, 2018), Sloterdijk recuerda que, después de la experiencia del nazismo, Alemania eligió el 8 de mayo de 1949, cuarto aniversario de su capitulación, el día de su derrota, para concluir el documento que se proponía dejar atrás el pasado y mirar al futuro.

Con esa experiencia de naufragio nacional y humano se propuso que la primera línea del texto fuese un programa en sí misma: la dignidad del ser humano es intocable. Y para protegerla, dice Sloterdijk, creó un cerco de medidas con el fin de que nunca más un órgano colectivo autoritario pudiera arrasar con los individuos, como lo había hecho el Reich con millones de conciencias sometidas.

Sloterdijk concluye que el ejemplo alemán muestra que el arte constitucional consiste en el equilibrio entre el pathos del espíritu de comunidad con el del derecho del individuo. Por eso le da el estatuto de una palabra “casi sagrada”.

El punto es que los derechos del individuo se convierten en una burla cuando sus representantes 1) se esconden de la vista pública y 2) prohíben a los periodistas acercarse al secreto de sus deliberaciones. De un lado se despoja al votante del motivo por el cual votó (se deja de ver), y del otro -quizás lo peor- se exhibe al constituyente sin autoestima, azorado y oculto del escrutinio público.

Parece que vale la pena repetirlo: la libertad de prensa es el dispositivo que sostiene el tejido de medidas, la relinga de la cual se sostiene la red de todas las demás protecciones.

La Convención ha estado dando una grave señal.

La más grave de todas.

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