En los primeros días del estallido social, cuando la clase dirigente usaba el “no lo vimos venir” como expresión a la vez de perplejidad y sospecha, el Presidente de la República solía citar un dato que a él le parecía clave. El consumo, comentaba Piñera, había sido alto en las semanas previas. Las compras dieciocheras y los viajes por Fiestas Patrias habían crecido. Y poco antes del estallido, el CyberMonday había batido récords con más de dos millones de transacciones.

“¿Quién podía anticipar esto?”, se preguntaba Piñera. O realmente las multitudinarias protestas eran obra de “alienígenas”, o había una profunda contradicción en esas masas que gozaban de las bondades del mercado un día, para luego protestar contra el modelo al siguiente.

Esa misma lógica se repitió esta semana. Las largas filas a la entrada de los malls para hacer compras navideñas parecieron prueba de inconsistencia y frivolidad. El presidente del consejo asesor de Libertad y Desarrollo, Luis Larraín, se quejó de estas “multitudes en los malls los últimos días, horrorizadas por la posibilidad de que las tiendas cerraran, dejándolas sin poder gastar su dinero”.

“Cuando la dignidad murió en un mall”, “el mall es la nueva Iglesia de Chile”, “después de pedir dignidad terminan en el mall”, “después (de las marchas) acabaron en el mall validando la sociedad de consumo”, fueron algunas de las viralizadas quejas, muchas de ellas desde la izquierda.

Quejas, todas, que demuestran cómo algunos siguen sin entender nada sobre la protesta que estalló hace ya 14 meses.

Porque una cosa es que ciertos exaltados hayan querido atacar centros comerciales. Pero, en su expresión masiva, este nunca fue un reclamo contra el consumo, el capitalismo o el mercado, sino contra los contornos extremos que esos fenómenos, bases de la modernidad, han tomado en Chile.

El primer mall del país abrió en 1982, en el cénit del poder de los Chicago Boys, cuando, como recuerda la doctora en Estudios Urbanos Liliana De Simone, “para los defensores del régimen militar, la llegada de Parque Arauco fue el símbolo perfecto del triunfo del modelo neoliberal”.

En su libro propagandístico de 1987, La revolución silenciosa, Joaquín Lavín celebraba cómo malls y supermercados “se han transformado, para la familia, en un verdadero paseo. Lejanos están los días en que compraba la empleada doméstica o sólo la dueña de casa”.

Por contraste, esta “catedral del consumo”, como la llamó Tomás Moulian, se convirtió en un símbolo repelente para cierta élite socialcristiana y de izquierda, admiradora de la cultura europea. “Nunca he ido ni pondré un pie en un mall”, dijo el entonces Presidente Patricio Aylwin, como forma de “repudio hacia ese mall (que es) una ostentación del consumismo”.

Pese a ese desprecio en la élite, múltiples investigaciones muestran cómo la clase media y los sectores populares resignificaron el mall, convirtiéndolo en parte de su vida cotidiana. Ante el abandono del Estado, graficado en la falta de áreas verdes y zonas de encuentro social, “muchos usuarios asumen al mall como un espacio público más, tal como lo es la plaza o la calle”, destacan De Simone y Rodrigo Salcedo.

El malestar de la sociedad chilena no rechaza al consumo ni al mall, ni pide el regreso a un pasado más austero. Lo que exige es un capitalismo que lime sus tres características más indignantes: la deuda, el abuso y la mercantilización de lo social.

La deuda es la espada de Damocles que ahoga a los chilenos. El retail se ha especializado en vender dinero antes que productos, con un incesante bombardeo de ofertas exclusivas para tarjetas e intereses usureros disfrazados de comisiones. Esto, en un país con ingresos medianos de 401 mil pesos y jubilaciones miserables, en que alimentos y medicamentos se compran masivamente a crédito. El resultado es que, en los 16 años previos al estallido, la deuda de los hogares pasó del 36,5% de sus ingresos a un máximo histórico de 74,5%.

El abuso es una experiencia cotidiana, que no sólo engloba robos como los de las farmacias, los pollos o el confort, sino también el cotidiano desprecio de empresas que parecen tener por lema “el cliente nunca tiene la razón”. Es una consecuencia de mercados oligopólicos, en que los clientes están cautivos, la competencia es la excepción y no la regla, y los organismos de defensa de los consumidores son gatitos amaestrados antes que leones con dientes.

Finalmente, está la pregunta por los límites del mercado. Como plantea el famoso ensayo de Michael Sandel Lo que el dinero no puede comprar, es el dilema entre tener una economía de mercado o ser una sociedad de mercado, en que el dinero desplaza cualquier otra forma de construcción de comunidad.

Y los chilenos han repetido una y otra vez, tanto en las encuestas como en las calles, que hay ciertos aspectos de nuestra sociedad, como la educación, la salud y las pensiones, que no deben quedar librados sólo al poder del dinero. Que no deben ser, como dijo Piñera sobre la educación, “un bien de consumo”.

No es casualidad que la gran ola de protesta haya partido en 2011 por la educación superior, un ámbito en que explotaron simultáneamente la conciencia de la deuda (el castigo del CAE), el abuso (por las coimas en la acreditación y el engaño de la Universidad del Mar), y la mercantilización de un derecho social.

Los chilenos entienden que el consumo es parte fundamental de la vida moderna, y que no hace menos dignas a las personas, como creen algunos nostálgicos del marxismo. Tampoco los convierte en cómplices de los abusos, como sugieren ciertos propagandistas neoliberales.

Entienden que sus ideales y esperanzas no se consumen en el consumo.