Columna de Ernesto Ottone: “Me gusta cuando callas”



El poeta le cantó al amor en el poema quince. “Me gustas cuando callas porque estás como ausente”, yo, en cambio, le canto a sus palabras y no le canto al amor, sino a la alegría de no tener que escuchar a Donald Trump todos los días, enterarme de cuál era su último improperio, cuál era el país agraviado, a quién expresaba con grosería su odio, a cuál excolaborador injuriaba después de expulsarlo de su entorno.

Pero no eran solamente sus palabras, eran también su figura amenazante, sus gestos de arrogancia y desprecio, sus muecas irritantes, su actitud de matón de poca monta acompañada de pretensiones estéticas fallidas y ridículas, su rostro de un color indefinible y diferenciado por segmentos, su construcción capilar de misteriosa configuración de un tinte desconocido y de una suspensión en el aire que desafiaba en permanencia la ley de gravedad.

Pido excusas por detenerme en sus insultos y en sus gestos, es porque respecto de las ideas no hay mucho que hablar, la sequía es enorme, se reduce a pensamientos simples, categóricos, autoritarios y patrioteros que dividían al mundo entre buenos que lo apoyaban y los malos que eran el resto. Todo ello dentro de su condición narcisista y de fuertes rasgos psicópatas.

El problema es que esa persona estuvo durante cuatro años dirigiendo la que todavía hoy es la primera potencia mundial, la democracia moderna más antigua, y durante todos esos años tuvo a su alcance un botón nuclear.

Cuando tuvo que enfrentar su reelección sucedió lo esperable, rompiendo una regla mayor del procedimiento democrático, declaró que era imposible perder las elecciones y que si ello se producía sería solamente a través de un complot destinado a robarle su victoria y que no lo aceptaría.

Cuando las perdió no cambió su discurso, no se trataba de una bravuconada más, era una decisión que estaba dispuesto a imponer, sucediera lo que sucediera.

Así lo hizo, pidió recuentos, presionó a las autoridades electorales, chantajeó a los republicanos, usó a fondo la acción jurídica, pero nada le dio resultados. El sistema político y la institucionalidad judicial resistieron por la razón más simple: no había fraude alguno.

Llegado el momento del normalmente ritual refrendamiento del Congreso, Trump en su delirio pasó a la acción a través de la subversión del cobarde: incitó a una turba de sus seguidores a ir al Capitolio a presionar a Pence y esperó el resultado de su desaguisado en familia, en un salón de la Casa Blanca, esperando que su vicepresidente declarara la guerra.

Todos fuimos testigos de lo que sucedió, una masa enardecida de gente convencida del robo electoral, entre quienes había policías de civil, jóvenes con prontuario de delitos menores, adultos obesos con más kilos que lecturas, nostálgicos del esclavismo, discípulos de Búfalo Bill, veteranos de guerra inadaptados en la vida civil, supremacistas raciales asociados para la violencia, asaltaron el Capitolio superando una resistencia policial blanda y sospechosa.

Destrozaron y destruyeron, hubo muertos y heridos; pudo haber sido mucho peor. En el Capitolio ya la democracia no estaba en la neblina, sino en la oscuridad total.

No faltó ni la bandera confederada ni la cabeza de búfalo con cuernos que no hablaba, rugía.

Fue un acontecimiento importante la decisión de continuar los procedimientos, las palabras de Biden fueron serenas y firmes.

Trump, solo cuando se vio aislado, calmó a regañadientes el juego, no mostró un milímetro de grandeza, inundado de hiel hasta el final, se fue profiriendo amenazas camino a Palm Beach.

¿Por qué repasar estos hechos semanas después de acontecidos?

La respuesta es clara, ellos constituyen un momento crucial que marca la urgencia de un giro indispensable para salir de esta fase triste de la historia de la humanidad.

Si subestimamos lo sucedido, si lo consideramos un evento más en el menú de noticias, quiere decir que no comprendemos hasta qué punto la democracia estuvo en peligro y cuán cerca estamos de una decadencia civilizatoria.

A la turba que asaltó el Capitolio hay que aplicarle el peso de la ley, nada más ni nada menos.

No se trata de un movimiento social, tampoco son almas extraviadas a quienes hay que perdonar un momento de confusión; son agentes de la violencia, de la destrucción civilizatoria, como también lo son mutatis mutandi los violentistas de Santiago de Chile, los destructores de bienes públicos como el Metro, iglesias, museos y comercios.

La democracia es incompatible con la violencia, ella se creó para que la convivencia política, más allá de la inevitable adversariedad, sea pacífica.

Pero la crisis de la vida democrática no se reduce a la violencia: son 74 millones de americanos los que votaron por Trump y la mitad de ellos está convencida de que a Trump le robaron la elección, creen a pie juntillas en una mentira.

Cuando nos referimos a números tan amplios de personas, los perfiles que caracterizan al núcleo duro del trumpismo pierden su especificidad, comenzamos a hablar de millones de ciudadanos comunes y corrientes que optaron por un discurso odioso.

Ellos no son la turba que asaltó el Capitolio, probablemente no lo harían, pero votaron por Trump porque tienen la percepción de que no están bien, que el mundo actual no los acoge, que han perdido estatus y reconocimiento social, que son otros los que están ganando con la globalización y a ellos sus oportunidades se les restringen y también se les restringirán a sus hijos.

En Estados Unidos los partidarios de Trump no las emprenden contra la concentración de la riqueza, se ponen detrás de un millonario más bien inescrupuloso que les dice lo que quieren escuchar. Las emprenden contra el “sistema”, el resto del mundo, los afrodescendientes y los latinos. Son percepciones que llevan necesariamente al autoritarismo.

La tarea del gobierno de Biden será enorme, derrotar la epidemia, recomponer el rol internacional de su país, fortalecer el multilateralismo, pero sobre todo recuperar para la democracia a millones de norteamericanos, restablecer la convivencia civilizada, detribalizar la sociedad civil, reponer los derechos sociales jibarizados, volver a una convivencia democrática y desmontar las nostalgias racistas y nacionalistas, para no dejar espacio a una nueva aventura populista en el futuro.

Todo ello no nos es ajeno, tiene que ver con el destino de todas las democracias en un mundo donde las tendencias autoritarias tienden a reforzarse.

Se produce cuando Chile debe recuperar su cohesión social, fortalecer su democracia, derrotar la violencia y darse reglas constitucionales que nos incluyan a todos en un escenario económico difícil y en tiempos de pandemia.

No será fácil recorrer este camino, habrá que ser, a la vez, esforzados y realistas para recuperar una normalidad superior a la que perdimos, más eficiente, más democrática y más igualitaria.

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