Columna de Héctor Soto: La desconexión



Hace rato que el asombro dejó de ser un buen pasaporte para entender la política. Sorprende, por ejemplo, que el Presidente, en momentos en que la popularidad escasea en La Moneda, se deshaga de su ministro mejor evaluado para darle mayor peso a RN en el comité político del gabinete. La medida intenta resolver un problema de equilibrio o representatividad que era evidente cuando él armó el nuevo equipo de ministros. Así y todo, sin embargo, no deja de causar extrañeza que sea el propio Mandatario, al final junto a la directiva de ese partido, quien tenga que cargar con el costo de una recomposición que es estrictamente política y que no tiene nada que ver con las demandas o prioridades de la ciudadanía. Al revés: este es el típico reacomodo de piezas que -necesario o no, ese es otro tema- se hace para consumo interno de Palacio. Y que desde luego corre el riesgo de ser leído como un portazo a las preocupaciones y simpatías de la gente.

De esto es de lo que se habla cuando se alude a la desconexión de los políticos con el sentir ciudadano. Abundan las evidencias del fenómeno. La conducta de los senadores que votaron por limitar las reelecciones, pero no si les afectaba a ellos, llama la atención por ser una de las más burdas y recientes. Menos mal que la Cámara de Diputados paró esta semana la incongruencia. La pregunta de fondo, en todo caso, es si será tan difícil conectar con los sentimientos de la ciudadanía. Por lo visto lo es, cómo que gente inteligente y en principio muy bien intencionada no lo consigue.

En un momento en que el sistema de salud está muy exigido y cuando el país se asoma a una crisis económico-social de proporciones descomunales, tampoco se explican mucho las dificultades que se han sentido en estos días para cerrar luego un acuerdo entre gobierno y oposición respecto del gasto que el Fisco comprometerá, en los próximos 18 meses, para ayudar a las familias más afectadas por la emergencia y despejar la cancha para la reactivación. No necesariamente hay que lamentar que lo que partió siendo un intento de acuerdo nacional devenga solo en un plan económico de emergencia. Algo es algo. Y es importante, porque con todo lo acotado que pueda ser, un acuerdo de esta naturaleza entregaría un testimonio mínimo de entendimiento, de operatividad, de fluidez institucional, que el sistema político viene demandando desde hace mucho tiempo. En rigor, desde bastante antes del reventón de octubre pasado.

El problema, claro, es que el llamado estallido complicó más el cuadro. Una cosa es que el sistema político se haya atascado y dejado de operar por la polarización y la falta de diálogo, y otra, muy distinta, es que una parte significativa de la oposición se haya tentado con desertar de los caminos institucionales y democráticos, para forzar por la vía de las movilizaciones y la violencia la caída del gobierno, desenlace que desde luego contrariaba tanto las formas democráticas como la voluntad ciudadana expresada en la última elección presidencial. La complicidad con estas aventuras por parte de dirigentes de varios partidos políticos, respetables y de amplia vocación democrática, en muchos casos, es un tema que el tiempo y los historiadores debieran clarificar. Estas deserciones son graves y no son gratis. Lo aprendió la derecha en la transición y debiera saberlo también la izquierda. Este factor, que dista mucho de haber sido expurgado, desde luego incide en la dificultad que entraña forjar acuerdos que son impostergables en este momento. El problema no es si se gastará medio, tres cuartos o un punto del PIB. El problema es la desconfianza, y pasa por un compromiso básico de respeto a las reglas de forma y fondo del juego democrático. Una reciente declaración de la presidenta del Senado, en orden a que estaría dispuesta a pasar por sobre la Constitución con tal de sacar adelante una iniciativa que posiblemente es justa, revela que ni siquiera la segunda autoridad del Estado se toma el asunto muy en serio. Y la verdad es que en esto no hay mayor sorpresa.

En este plano seguimos siendo una sociedad bien inmadura. Es cierto que los recientes episodios de violencia y saqueo en los Estados Unidos, como reacción indignada a un manifiesto e imperdonable caso de brutalidad policial ocurrido en Minneapolis, se parecieron mucho a las revueltas de Chile. Pero hay una diferencia contundente. Allá el sistema político transversalmente, y también la sociedad civil representada por iglesias, por medios, liderazgos locales y agrupaciones intermedias, en general no vacilaron un minuto en condenar resueltamente la violencia. Acá hay partidos, medios y organizaciones que a seis meses de las insurrecciones todavía lo están pensando.

En este contexto, claro, nunca será fácil el camino de los acuerdos.

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