Columna de Héctor Soto: Los caminos que no se bifurcan

Está claro que la crisis no se solucionará por mucho que ahora el sistema político extreme su capacidad para llegar a acuerdos. La verdad es que para la gente que está en la calle ya es tarde. El motor del movimiento pasó de la sala del malestar, que es la que amparó la protesta en las primeras semanas, a la sala de la violencia política pura y dura, que es la que trata de capturarlo ahora.



Es posible que la crisis política y social no se haya agudizado. Pero tampoco se desactivó. El gobierno no ha podido restablecer el orden público y la única buena noticia de estos días es que el sistema político, saliendo del inmovilismo de los últimos meses, se está abriendo a algunos acuerdos en materia tributaria y de pensiones. Es difícil, sin embargo, que estas convergencias cambien la actitud de la gente que está dominando con una cierta agresividad la calle en estos momentos. Entre otras cosas, porque la frontera entre las manifestaciones pacíficas y la violencia política se ha estado volviendo borrosa, al menos en algunos episodios. No obstante que la mayoría ciudadana expresa apoyo a la protesta y rechazo a la destrucción, lo concreto es que estos caminos no se bifurcan y que el paso de un escenario a otro nunca es muy nítido. A veces la hora es el factor que más influye para que los hechos se salgan de control; otras, la presión del momento, puesto que cuando los ánimos están caldeados cualquier chispa puede inflamar la situación; no pocas veces, es derechamente la impunidad lo que secuestra al manifestante habitualmente pacífico y lo funde en la conducta energúmena de una turba enfurecida.

Está claro que la crisis no se solucionará por mucho que ahora el sistema político extreme su capacidad para llegar a acuerdos. La verdad es que para la gente que está en la calle ya es tarde. El motor del movimiento pasó de la sala del malestar, que es la que amparó la protesta en las primeras semanas, a la sala de la violencia política pura y dura, que es la que trata de capturarlo ahora. Y no obstante que quedan muchos que todavía no se dan cuenta del traslado, y que, por lo tanto, apoyan las movilizaciones, ya están apareciendo los primeros síntomas de angustia y fastidio ciudadano con el caos. Aún no son muy explícitos. Todavía la mayoría dice que apoya las reivindicaciones y condena la violencia. Pero llegará el momento en que estas frases se vuelvan huecas, porque en esta pasada -aparte de los saqueos y bloqueos de calles, aparte de las pedradas y linchamientos- es mucho lo que se está destruyendo y mucha la gente que está quedando peor que antes.

Si los carteles y los rayados en los muros dicen algo, sería bueno empezar a ponerles oídos. Todo indica que en Chile los partidarios de la violencia como vía de transformación social son bastante más de los que se reconocen con sinceridad en estas posiciones. Esto no tiene nada que ver con la acción de los vándalos y saqueadores, aunque el resultado sea igualmente destructivo. El fenómeno es político y se está haciendo particularmente visible en jóvenes con formación universitaria de sectores medios y medio-altos. El fenómeno tiene muy poco que ver con el malestar social y mucho con el creciente descrédito de la democracia como base de convivencia y de la política como camino para solucionar los conflictos. La verdad es que para esos grupos la democracia hace rato que dejó de ser un ideal: en su interior, ni la tolerancia democrática ni la política como conversación son prácticas que vayan al alza. Al revés: hay un recrudecimiento del fundamentalismo y el matonaje. Por lo mismo, el contexto se ha complicado y, aun sin quererlo, los actores políticos están siendo arrastrados a definiciones que, en principio, preferirían postergar. Todo hace pensar, por ejemplo, que no será la primera vez en 50 años que la izquierda más dura tenga que plantearse en Chile por segunda vez el mismo dilema: ¿A título de qué resolver por la negociación y por las vías institucionales lo que se podría resolver más rápido por las vías de hecho y por la fuerza? ¿Por qué ahora, cuando supuestamente Chile despertó, no habría que exigir la salida del Presidente, o forzar desenlaces no institucionales o saltarse los aburridos procedimientos democráticos?

De más está decir que la respuesta a estas disyuntivas de colectividades como el Partido Socialista y Revolución Democrática, en tanto titulares de la antigua y de la nueva izquierda, respectivamente, decidirá en gran medida el curso que siga esta crisis. El peso específico de los partidos en las protestas en muy bajo; es una ola a la que se han sumado porque entienden que hacia allá soplan los vientos, pero están muy lejos de controlar. Sin embargo, los partidos siguen siendo decisivos en el sistema político, sobre todo en el Parlamento, y la duda es si ahí van a jugársela para desactivar o contener el malestar o si van a preferir apostar por el caos, que es la opción que la minoría violenta de las protestas ya tomó. O democracia representativa o eso que llaman democracia directa de la calle, que de democracia tiene poco. Difícil decisión, porque hay costos políticos de corto plazo asociados a una y otra alternativa. Y ni hablar de costos históricos, que son de más largo alcance.

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