Columna de Héctor Soto: Nada que alegar



La izquierda extremista debería estar feliz comprobando que efectivamente sus planteamientos estaban en lo cierto: la violencia no es neutra, no es anecdótica y tampoco gratis. Siempre, a no olvidarlo, siempre, tiene efectos políticos. El problema es que son imprevisibles y nunca se sabe en qué dirección saltará la laucha. Hasta aquí, los eufóricos del violentismo recordaban que para Marx la violencia era la gran partera de la historia y le agradecían el acuerdo del 15 de noviembre de 2019 que, junto con derrumbar la actual Constitución, abrió paso al plebiscito y a esta Convención Constitucional que dejó a la derecha en franca minoría. Las cuentas eran redondas, era cosa de sumar dos más dos y durante estos meses el de elástico en términos barricadas, de buses incendiados, de saqueos puntuales, de jornadas de protesta y vandalismo, se siguió estirando, hasta llegar al fatídico segundo aniversario del llamado estallido. En principio, fue más de lo mismo y nada cambió. En lo profundo, sin embargo, todo cambió y ni los encapuchados ni sus cómplices se dieron cuenta.

Lo que ocurrió es que Chile volvió a despertar. Vaya, vaya, es la segunda vez que lo hace en corto tiempo. Parece que Chile está durmiendo a sobresaltos. Luego de un período de resuelta embriaguez con la violencia, donde no fue otra cosa que un dulce peaje para entrar a las carreteras de una sociedad más justa, la gente ha comenzado a ponerse seria y a decir basta. Cambió la dirección del viento. Y cambió no porque los periodistas de la televisión ya no estén hablando de “barricadas pacíficas” (¿habrá algo más violento que una barricada?), no porque los predicadores de la violencia hayan entibiado su fascinación por los fierros (la siguen teniendo igual), no porque la llamada primera línea los haya defraudado (al revés, no pasa un viernes sin que los muchachos salgan a vandalizar, grafitear, incendiar o destruir lo que pillen del espacio urbano), no porque la centroizquierda se haya dado cuenta de que cumplió un triste papel como comparsa de la radicalización (mañana podría triunfar la segunda acusación constitucional contra el Presidente de la República), no porque los corazones sangrantes y misioneros del buenismo hayan comenzado a poner en duda que somos una de las sociedades más injustas del planeta (porque no lo han hecho), en fin, no porque nuestros Robespierre o las Charlotte Corday de la Convención Constitucional hayan comenzado a ser víctimas de funas, escupitajos y piedrazos, sino por algo que es mucho más sencillo y pedestre. A raíz de la persistencia del violentismo, el eje orden y caos se tomó de un mes para otro la elección presidencial y eso es lo que tiene a Gabriel Boric estancado en las encuestas y a Juan Antonio Kast con la mejor opción de pasar a segunda vuelta. No hay nada que alegar. Quien aplaude la violencia cuando genera efectos políticos hacia un solo lado carece en realidad, después, de toda legitimidad política para rasgar vestiduras o lloriquear si los efectos comienzan a correr en sentido inverso. ¿Será tan difícil de entender que esta es la razón por la cual el sistema democrático no admite indulgencia ninguna con el matonaje, los apedreos y las bombas molotov? Quienes agradecieron lo que la violencia los hizo ganar, ahora se conduelen de lo que puede hacerlos perder. Tenía la razón Santa Teresa: más lágrimas se derraman por las plegarias atendidas que por las plegarias denegadas.

Este fenómeno es demasiado grande y demasiado extraño como para que no merezca, no ahora sino en los próximos años, un estudio acabado y profundo. Porque es raro que una misma generación de políticos de izquierda haya vuelto a tropezar una, dos o tres veces con la misma piedra. Fue la violencia el terreno donde la Unidad Popular cavó su tumba. Fue la violencia lo que desprestigió las protestas de mediados de los 80, una vez que la crisis de la deuda había puesto a Pinochet contra las cuerdas. Fue el rechazo a la violencia lo que permitió a la Concertación de Partidos por la Democracia derrotar a la dictadura. Y fue la enérgica reacción del gobierno de Aylwin a la acción de grupos terroristas, como el que asesinó a Jaime Guzmán, uno de los factores determinantes de la impecable transición política de los años 90.

Todo esto es historia para los jóvenes y no es un pecado mortal que no lo conozcan ni lo sientan. Pero sí es grave que lo haya olvidado esa centroizquierda moderada y gradualista que gobernó por décadas y que en los últimos años fue aguas tibias con la violencia y sumisa con la radicalización. El proyecto de indulto a los delincuentes del estallido suscrito por tres senadoras que pertenecieron a la antigua Concertación es solo una de las muchas manifestaciones de ese vasallaje. Por lo mismo, aunque le disguste, el actual horizonte político es en gran parte responsabilidad de este sector, tanto por lo que hizo como por lo que dejó de hacer.

En política, tal vez más que en ningún otro plano, es cierto aquello de que nadie sabe para quién trabaja. El gran ganador al culto a la ingobernabilidad y el caos terminó siendo José Antonio Kast.

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