Columna de Héctor Soto: Sensación térmica

22 de junio del 2020/SANTIAGO


No es el mejor momento ni el mejor lugar para el optimismo. Hacia donde el observador mire, la sensación dominante es que los mejores años del país van quedando atrás. No es solo porque la pandemia sumió al país en una crisis económica descomunal. El asunto va más allá. La última vez que Chile se arruinó, en la crisis de la deuda de los años 82-84, el país fue capaz de levantarse en cosa de pocos años y de abrir, una vez que se recuperó la democracia, con todos los bemoles que tuvo el proceso, el mejor período de su historia. Fue cuando los chilenos pudimos soñar, ya no como quimera, sino como posibilidad concreta, con llegar a ser un país desarrollado.

¿Quedará alguien con esa fantasía?

Es difícil. La percepción de que Chile no va por buen camino se ha estado extendiendo y, junto con extenderse, esa sensación ha venido alimentando, sobre todo entre los jóvenes, expectativas refundacionales que el país ya probó en otra época y sobre las cuales hay reiteradas evidencias de fracaso aquí y en otras partes. Pero como pareciera que cada generación reclama su propio derecho a equivocarse, y le importan un rábano las lecciones aprendidas por la generación anterior, es muy alto el riesgo de que Chile se vea a muy corto plazo dando palos de ciego en temas tales como calidad de la democracia, generación de riqueza, nuevos emprendimientos, respeto a las instituciones y al estado de derecho. Si así fuera, volveremos repetir el trágico libreto que por décadas anticipó el quiebre de nuestra democracia y nos puso a la cola de la eterna historia del desarrollo latinoamericano frustrado.

No hay una sola razón para explicar este horizonte desalentador. Mucho antes del llamado estallido, nuestra economía ya venía presionada por rendimientos decrecientes. ¿Por qué? Básicamente, porque habíamos dejado de modernizarnos y hacer reformas. Comenzaron a caer los indicadores de productividad, a subir los costos de emprender y habíamos entrado de lleno en la tóxica espiral de las expectativas sobredimensionadas y de las frustraciones recurrentes. Lo que la sociedad chilena comenzó a cosechar el 2010 fue una extendida sensación de malestar, que el ciclo de los commodities permitió disimular un poco, pero que se hizo muy patente en la segunda administración de Bachelet. No era para menos, puesto que en su gobierno todos los indicadores de bienestar y desempeño se deterioraron.

Fue, además, el momento en que se cambió el sistema electoral. Era un desafío impostergable luego del descrédito del binominal. Pero todavía no está claro si no fue peor el remedio (un sistema electoral que favorece a las minorías y la polarización política) que la enfermedad (el inmovilismo político y el efecto moderador propio a los sistemas mayoritarios de representación). Hay cosas buenas, tal vez, en el nuevo arco político. Es más diverso y representa mejor la textura social. Sin embargo, tiene el problema de hacer imposible la gobernabilidad del país. Piñera obtuvo un robusto mandato en vísperas de volver a La Moneda el 2018. Pero mucho más robusta es la oposición del Congreso, que no lo ha dejado un solo día gobernar tranquilo y que, desde la DC al FA y el PC, tampoco está en condiciones, al menos al día de hoy, de ofrecer mejores estándares de gobernabilidad que el oficialismo. Eso explica, entre otras cosas, la sensación de que no estamos yendo a ningún lado.

¿Es un problema nuestro únicamente? La verdad es que no. La polarización es un fenómeno mundial y, claro, algunos países saben manejarlo mejor que otros. En varias naciones la pandemia robusteció a los gobiernos; en Chile es evidente que no. Pero, más allá de estas contingencias, el problema de la radicalización existe en todos lados. Han ocurrido fenómenos que, sincronizados o no, son curiosos. Las agendas socialdemócratas, por ejemplo, terminaron naufragando en medio mundo. Y el vértigo refundacional y de la página en blanco pasó a capitalizar ese naufragio. El resultado es que reaparecieron los radicalismos -partiendo por la academia gringa y europea- y, para decirlo en corto, este sedimento pasó a ser parte del imaginario millennial en todo el mundo.

A pesar de los profundos cambios políticos de los últimos 10 años, en los cuales -no nos perdamos- hay ganadores y perdedores- nadie hoy está muy contento, particularmente en Chile. Unos, porque sienten que se malograron las promesas de hace una década; otros, porque ven que el apocalipsis del capitalismo se prolonga más de lo que admite la paciencia. Entremedio, la política se divorció de la economía y la vida cívica, del recato y la decencia. Las oportunidades de Chile se escurrieron entre los dedos, las barras bravas se tomaron, además del Congreso y la Plaza Italia, la discusión nacional, los jueces ya saben que tendrán que pagar por sus sentencias si fallan con arreglo a derecho y el país se prepara, con el ceño fruncido y la mirada indignada, a nuevos rebrotes del Covid, a un plebiscito constitucional y al reestreno del estallido. Obviamente, mucho.

¿Optimismo? ¿Por qué, cómo, dónde?

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