Columna de Héctor Soto: Un asunto de cocción

FOTO: PATRICIO FUENTES Y./ LA TERCERA


Chile es un caso más revelador de lo que se cree. No hay sociedad que triplique o cuadruplique sus ingresos en tan corto tiempo sin tener que pagar grandes costos en términos de rezagos y distorsiones. Los rezagos fueron muchos: de partida, la educación, pero también la salud, la seguridad social, la seguridad pública, la arquitectura y orgánica del Estado. Las distorsiones son menos evidentes: nos volvimos un país caro, de hecho, muy caro, arrogantón e ignorante, donde falló el sentido de mesura y responsabilidad social de las élites dirigentes y donde la base social, erradicada del campo a las ciudades, primero, y del tejido urbano a los nuevos guetos de la pobreza, después, terminó depositando en la tarjeta de crédito de alguna tienda la confianza que en otra época tuvo en las iglesias, en los partidos, en los sindicatos, incluso en las ollas comunes.

La verdad, como se ha repetido tantas veces, es que fuimos miopes. El problema no es que el modelo, el económico al menos, no haya tenido éxito. El problema es que lo tuvo demasiado y en demasiado poco tiempo, y ninguna sociedad es capaz de procesar estas transformaciones bajo la fórmula de cocción rápida que tuvo lugar aquí en los últimos 35 años. El desarrollo -no solo el desarrollo económico, también el social, el político, el cultural- supone ciclos, si no más lentos, por lo menos más equilibrados y complementarios. El subdesarrollo, después de todo, es solo en lo menos un tema debilidad económica. En lo básico es un asunto de postración mental que nosotros, como sociedad, todavía estamos lejos de haber superado. Junto a los retazos de un Chile relativamente modernizado coexisten los saldos infames de un país todavía arcaico, desvencijado, salvaje en más de una dimensión. Para reconocerlo no hay que ir demasiado lejos. Basta ver los matinales o la calidad informativa en los noticiarios. Desde luego, hay muchas otras evidencias. Sí, nos falta mucha cocción y el asunto quizás parte desde arriba. Pueden ser solo impresiones, pero pocas veces tuvimos quizás una clase dirigente en la política, en las universidades, en las cúpulas mediáticas, en las instituciones del Estado, tan roma y rupestre como ahora. A diferencia del viejo Chile, donde era frecuente que las instalaciones fuesen de tercera y los cuadros de primera, en el de ahora las instalaciones a veces hasta pueden sorprender. Lo que sorprende menos, porque siempre decepciona, es la mediocridad de los equipos y liderazgos.

¿Se podrán corregir estos y otros desequilibrios? Con el tiempo, probablemente se corregirán. En algún momento debiéramos atinar, pero para eso se necesitan muchas cosas previas. Por ejemplo, reconocer que los niveles de disociación familiar que tenemos en Chile son una herida profunda. Que hay que tomar en serio la educación, sacándola de la vitrina de la demagogia y devolviéndola al rigor y a la fe misional de la sala de clases. Se necesita también recuperar la dignidad de la función pública. Por favor, esto no es una pura cuestión de pegas ni tampoco de bonos, asignaciones o trienios. Es raro que los que más creen en el Estado más hayan contribuido a degradarlo.

¿Hay alguna posibilidad de que urgencias de este orden incidan en algo en las deliberaciones de la convención constitucional que estamos próximos a elegir? El realismo diría que ninguna. Hasta aquí lo que más se escucha no es el eco de Montesquieu ni el de los dilemas políticos que planteó Jefferson respecto de las fragilidades y ventajas de la democracia. Menos, las dudas que tuvo un Andrés Bello. Lo que se oye es más bien el ruido de una feria de gangas de tomar y llevar. Es la sensación de que “la están dando”. Nacionalicemos el agua. Subámosles los impuestos a las transnacionales y a las empresas grandes. Eliminemos los peajes. Extingamos las deudas. Aprobemos el ingreso garantizado para todos. Consagremos las vacaciones largas y las jornadas cortas… La lista puede ser infinita.

En muchos planos institucionales estamos yendo al revés. Nos rige un sistema electoral que castiga la moderación y premia el extremismo. Mientras más acuerdos se necesitan para afrontar la emergencia sanitaria y la crisis económica, menos incentivos existen para alcanzarlos. Y ahora nos estamos abriendo a un sistema de selección de candidatos presidenciales que cuando menos es raro. Antes, los políticos llegaban a una precandidatura después de un largo rodaje. Hoy, es al revés. Más bien se parte por ahí. En una de esas -se dice- el candidato “prende” y yastá. Si no, bueno, qué se pierde.

La pregunta da justo en el clavo. Porque hay buenas razones para creer que estamos perdiendo mucho.

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