Columna de Josefina Araos: ¿Borrachera electoral?

Paseo Ahumada a solo un día de que la comuna de Santiago volviera a cuarentena total. (Foto: Agencia Uno)


Borrachera electoral. Ese fue el ánimo que embargó al gobierno de Sebastián Piñera justo antes de asumir su mandato en 2018, sellando así su destino (y el de todo el país). Renunciando a un programa centrado en la clase media -articular solidaridad con mérito, decía el entonces promisorio Gonzalo Blumel-, el gabinete “sin complejos” interpretó el triunfo electoral como una negación del malestar. Una mayoría, contundente y significativa, pero circunstancial, fue entendida como un mandato unívoco, que indicaba sin atisbo de duda un único camino posible. Y aunque nadie podía prever lo que vendría después, es como si con esa actitud se hubiera asegurado el fracaso frente a cualquier escenario complejo que pudiera presentarse, por el tipo de ceguera que esa borrachera autocomplaciente produciría. La consecuencia inevitable fue la rigidez, que impediría luego adecuarse a los cambios inesperados, pero propios, de la contingencia.

Se trató, como sabemos, de un error de proporciones. Pero conviene no considerarlo un defecto exclusivo de Piñera y su entorno. El distanciamiento entre política y sociedad, tantas veces constatado, hace particularmente difícil la lectura de las demandas ciudadanas y su traducción en programas políticos con apoyo de largo plazo. Basta mirar un poco más atrás para confirmar que no solo Piñera experimentó los vaivenes del respaldo ciudadano. Michelle Bachelet enfrentó también momentos de muy baja aprobación, no solo por los escándalos vinculados a su hijo, sino también por decepciones del electorado frente al modo en que se implementó un programa que, inicialmente, gozaba de masiva simpatía. Al menos eso pareció decir la gente al votarla en las elecciones. Nuevamente, el riesgo de sobreinterpretar los triunfos.

Nadie está libre, entonces, de caer en la borrachera electoral. Ni Bachelet, ni Piñera, ni tampoco los ganadores de este año. Así lo demuestran varios miembros de la Lista del Pueblo. Aunque la agrupación no alcanzó mayorías equivalentes a las citadas, sí logró posicionarse como nueva fuerza política, y esto parece bastarles como argumento para asumir, demasiado rápido, que son los únicos portadores legítimos de los anhelos ciudadanos. Tentación que les permite justificar luego la tendencia a pasar por encima de las reglas, apoyados en un pretendido mandato de las grandes mayorías. Olvidan que la ciudadanía sigue siendo esquiva; que en cada hito electoral vuelve a dar señales, potentes y claras, pero acotadas, desperdigadas, que exigen por lo mismo cautela, humildad y mesura para ser correctamente comprendidas.

Esta tentación es la que deben evitar ahora Gabriel Boric y Sebastián Sichel. Porque movilizar a la ciudadanía a votar es solo el primer paso, el primer desafío en la recuperación de su confianza en las instituciones representativas y en el largo proceso de salvar el abismo abierto entre sociedad y política. Porque la fractura solo se reproduce si se da por terminada la interpretación del mandato ciudadano, que es el efecto inevitable de la borrachera electoral. La mayoría entrega legitimidad y concede poder para implementar un proyecto, pero no acaba la tarea de leer y traducir en cada momento aquello que la ciudadanía reclama. Por eso son tan necesarias la prudencia y la moderación. No por un amarillismo vacío, sin compromisos sustantivos, sino porque la posibilidad de equivocarse es demasiado grande y las consecuencias de ello demasiado graves. Que los triunfos nunca más vuelvan a embriagar a los que ganan es, quizás, una de las principales tareas que nuestros políticos tienen por delante.

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