Columna de Óscar Contardo: La pandemia que acecha

Medical staff speak with a patient infected by the COVID-19 coronavirus at Red Cross Hospital in Wuhan in China's central Hubei province on March 10, 2020. - Chinese President Xi Jinping said on March 10 that Wuhan has turned the tide against the deadly coronavirus outbreak, as he paid his first visit to the city at the heart of the global epidemic. (Photo by STR / AFP) / China OUT


Una nota escrita por el encargado de temas ambientales de la mesa de redacción de la revista Forbes sostiene que las medidas de encierro y suspensión de actividades decretadas por diferentes gobiernos alrededor del mundo para prevenir el contagio de coronavirus han significado una reducción significativa de la contaminación y los gases que contribuyen al calentamiento global. Encontré el artículo de Forbes buscando noticias alentadoras, esperanzadoras, una tarea que a estas alturas, y dadas las circunstancias, se ha convertido en una necesidad biológica. La columna cita al francés François Gemenne, experto en la relación que existe entre los cambios medioambientales, la política y las migraciones. Según Gemenne, es probable que el número de vidas que se salvarán por las medidas de confinamiento sea mayor a las que se perderán por la pandemia; la razón es que la suspensión de actividades disminuirá la emisión de gases letales que, según la OMS, provocan un total de siete millones de muertes por año. Durante una entrevista, el especialista aseguró que lo que más le sorprendía del asunto es que para enfrentar el coronavirus “estamos dispuestos a tomar medidas mucho más severas de las que tomaríamos para enfrentar el cambio climático o la polución atmosférica”. Gemenne agregó que deberíamos preguntarnos por qué nos atemoriza más el Covid-19 que las amenazas provocadas por el cambio climático: “¿Qué hace tan especial al coronavirus que estemos dispuestos a confinar a todo el mundo para evitarlo?”, dijo el experto.

Quizás, pienso yo, porque nos arrincona en la presión del corto plazo y porque es un peligro invisible, puede afectar a cualquiera, en cualquier momento, atravesar barreras geográficas, culturales, sociales, económicas y sembrar la sospecha incluso en los lugares en donde viven las personas que siempre parecen estar a salvo de la debacle. El cambio climático, en cambio, aunque se haya acelerado durante los últimos años, aun es percibido como un proceso lento, un daño a la naturaleza que no repercute inmediatamente en la salud individual ni en el cuerpo. O al menos no reviste un peligro directo para quienes están a cargo de tomar las grandes decisiones. Si hasta hace un mes el nuevo virus era una plaga localizada en China, eso ya no es así. No es una enfermedad propia de un país, ni algo que afecte principalmente a una minoría. Tampoco es posible asociarla a la pobreza. Todos los casilleros mentales habituales en estos casos han sido desbordados.

La plaga -que aún no cuenta con una vacuna- nos sitúa en un punto de vulnerabilidad generalizada. Una situación extrañamente igualitaria que ha impulsado una respuesta política drástica, que como lo señala François Gemenne, no se compara con la reacción de los gobiernos frente al cambio climático. Aun cuando leamos que el mayor peligro por la pandemia lo corren las personas de mayor edad y los enfermos crónicos, las imágenes de grandes galpones en China llenos de pacientes en camas de emergencia y la información del colapso del sistema de atención italiano nos indican que no se trata solo de la posibilidad de enfermarse o morir, sino de una eventual avalancha de pacientes con severos problemas respiratorios colmando centros de atención que no dan abasto.

Lo mismo que sucede a menudo en las urgencias de los hospitales públicos chilenos durante los inviernos -sin especialistas, sin camas-, multiplicado exponencialmente por un nuevo factor que apenas podemos controlar manteniendo “distancia social” y lavándonos escrupulosamente las manos. ¿Estamos preparados para este tsunami?

El martes recién pasado, El País de España detallaba las tensiones que estaba provocando la epidemia en el sistema sanitario madrileño, de gran prestigio, pero mermado en sus capacidades por los sucesivos recortes de financiamiento público.

“¿Cuál es la batalla ahora mismo? Evitar que el número de afectados crezca tanto como para desbordar la capacidad de las plantillas sanitarias”, sostenía la nota. Mientras esto sucedía en España, en Francia el Presidente Macron anunciaba el cierre de clases en liceos y universidades y reivindicaba la importancia del estado de bienestar y la salud pública “gratuita, sin condiciones ni de ingreso económico, ni profesionales, sin carga ni costo”. Macron, un político liberal, describió la salud pública como un “bien precioso”, en especial “cuando el destino golpea al país”, como está sucediendo con el coronavirus.

Las grandes fatalidades ponen a prueba no solo la organización de los Estados, también la manera de entender el sentido de convivencia y de civilidad de los pueblos, sobre todo cuando la amenaza es igualmente cercana y probable para todos. Nos obliga a mirar de cerca el material del que estamos hechos y separar los discursos vacíos sobre el valor de la vida, de la preocupación franca por el sufrimiento ajeno.

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