Columna de Óscar Contardo: Técnicamente blancos



El racismo es parte de ese orden de cosas que se aprecia mejor mirándolas de lejos, a la distancia, como algo ajeno que sucede en otras culturas; tal como ocurre con la corrupción o el populismo, en el basurero de los vecinos siempre hay más mugre que en el propio. Para tratar el racismo, lo mejor es recurrir a un ejemplo extranjero en donde el conflicto sea nítido y la persona violentada forme parte una minoría: blanco sobre negro, europeo sobre africano. Verlo, por ejemplo, en el video que muestra cómo un policía presiona con su rodilla el cuello de George Floyd. Un uniformado rubio asfixiando a un hombre de piel muy oscura que repite una y otra vez “no puedo respirar”. Eso sí es racismo, lo que pasa acá, en una tierra poblada por linajes revueltos, antepasados que se pierden entre los derrotados por los conquistadores y generaciones de niños huachos, es otra cosa; podríamos describirlo como un abanico de matices, un rompecabezas de fenotipos o una tradición colonial que distribuye las expectativas de vida según los pigmentos y le asigna a cada quien un destino propio acorde a su origen y apariencia; una distribución de los respetos que todos juzgamos trivial, incluso sensata o, mejor que eso, “natural”. No es racismo buscar empleados de “buena presencia”, ni que los rostros morenos sean una minoría en los avisos publicitarios, en los programas de televisión, en los cargos de jefatura o en los directorios de empresas. No es racismo comentar que una guagua es morena y añadir enseguida “pero simpática”, como exculpándola de un oprobio; menos aún considerar como sospechoso a alguien sólo porque su figura contrasta con la de los vecinos del barrio por el que camina.

En Chile es posible decir que alguien tiene pinta de flaite o de gerente sin añadir dato alguno y provocar instantáneamente una imagen en la mente del interlocutor. Compartimos un cifrado mental que funciona como un mecanismo de relojería fina, pero nada de eso es producto de una discriminación estructural de la sociedad, sino parte del misterio de ser chileno. Tan solo aprendemos a distinguirnos por el ancho de la cara, la docilidad del pelo, el largo de los huesos o el tono de la piel, en un ejercicio de frenología espontánea que se hace parte de nuestra mala convivencia, como un vicio que ejercemos dando latigazos invisibles con nuestro folclor de crueldades comunes: a fulana le dicen la Monga; a zutano, el negrito de Harvard; a mengano, la mosca en la leche. Ojitos de patrón y mechas de clavo. Trigueños de tez clara, jamás morenos.

En nuestro país, incluso los rebeldes y revolucionarios deben ser blancos para lograr la atención requerida por un pueblo con tendencia a rechazar el reflejo oscuro de su propia cara, porque duele reconocer en esa imagen al ancestro indígena, africano o asiático que hay que sepultar para lograr el respeto entre los propios pares. Hay una lógica histórica detrás de esa fobia: sabemos que tarde o temprano, al menor conflicto, siempre habrá alguien atento a señalar esa hilacha de sangre oscura y poner las cosas en su sitio, llamando piojo resucitado al advenedizo, humillándolo con sorna. Conocemos esa escena, la hemos visto, leído o vivido; todos hemos sido testigos, cómplices, víctimas o victimarios. En nuestro país no es necesario ser rubio para agredir a otro por su aspecto físico, basta con ser técnicamente blanco, imaginariamente caucásico y aferrarse a esa creencia como si se tratara de una causa.

“No puedo respirar”, repetía George Floyd. ¿Qué habrá dicho Camilo Catrillanca antes de morir? ¿De qué color era el policía que le disparó?

Habitamos un país de población mayoritariamente mestiza, en donde los morenos rara vez se reconocen como tales y son una excepción en los círculos de poder. Llamar a ese fenómeno “racismo”, sin embargo, nos resulta una exageración; debe tratarse de otra cosa, algo a lo que habría que buscarle un nombre distinto. O tal vez ni siquiera sería necesario intentar darle un nombre, porque puede que sea pura casualidad y que el verdadero racismo sólo ocurra en otros sitios, en naciones en donde los pobres, los abusados y abandonados son de un color y los más afortunados, quienes toman las grandes decisiones, de otro.

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