Columna de Oscar Contardo: Verde oscuro

Carabineros


El verano de 2017 marcó el fin de la relación que Carabineros había logrado mantener con la opinión pública desde el retorno a la democracia. A pesar de todo, de su participación en la dictadura, de la indolencia frente a las desapariciones de las adolescentes en Alto Hospicio, de la conducta de la policía durante las protestas de 2006 y 2011, de las recurrentes denuncias de maltratos en La Araucanía, Carabineros había logrado que la confianza de los ciudadanos en ellos no disminuyera. En gran medida, creo, debido a nuestra debilidad cultural por los símbolos y gestos autoritarios y porque la policía uniformada mantenía una fama de honestidad y probidad que contrastaba con los cuerpos policiales de otros países latinoamericanos. La experiencia nos indicaba que intentar coimear a un carabinero en Chile era un riesgo que pocas personas correrían, a diferencia de lo que ocurría en naciones vecinas. Esa podía ser la experiencia con el policía que habitualmente hacía rondas en la calle en contextos cotidianos, sin embargo, no estábamos al tanto de lo que ocurría en la cúspide institucional.

Había un pacto tácito de confianza entre la policía militarizada y los chilenos, una suerte de pilar de respeto mutuo que se proyectaba una y otra vez en las encuestas: hasta 2017, Carabineros era una de las pocas instituciones que se libraba de la debacle generalizada que sufría la mayor parte de las organizaciones que administraban el poder político, económico y moral de nuestro país. Aun más, la muerte de uno de sus directores generales en un accidente aéreo en 2008, en Panamá, había provocado un pesar generalizado, alimentado sobre todo por la televisión de la época, que transformó el funeral del general Alejandro Bernales en un luto nacional espontáneo, con manifestaciones callejeras para quien fuera bautizado como “el general del pueblo”. Todo ese apego comenzó a enfriarse a principios de marzo de 2017, cuando a partir de una causa abierta en Punta Arenas surgió la primera pista de un desfalco de grande proporciones. Primero eran 600 millones, un mes después dos mil millones, al finalizar 2017 -y con la Operación Huracán llenando portadas y colmando noticieros- se acercaba a los 20 mil millones. Pese a todo, el entonces gobierno de Michelle Bachelet mantuvo al general director de Carabineros en su cargo y permitió, incluso, que se descargara públicamente en contra de la prensa que indagaba en el asunto. Diferentes medios siguieron y dieron a conocer los flujos de dinero irregular al interior de la institución y el estilo de vida de oficiales de la policía, cuyo patrimonio distaba mucho del de un funcionario de ingresos medios que vive de un sueldo. Cuando ya era evidente que el fraude no se trataba solo de un caso circunscrito a un momento específico, ni a una zona en particular, sino un sistema que se había mantenido en el tiempo involucrando a decenas de oficiales, Ciper informó que durante siete años -es decir desde 2010- había dado a conocer indicios de lo que ocurría con los fondos públicos en Carabineros. El centro de investigaciones periodísticas aseguró que hubo más de 40 alertas “que nadie quiso escuchar”. ¿Quiénes eran los que decidieron hacer como si nada?

Hoy, en medio de la peor crisis política en tres décadas, con el prestigio de la policía hecho añicos, puede que nos vayamos enterando qué era lo que había estado sucediendo durante más tiempo del que pensábamos dentro de Carabineros, aquello que había hecho posible que ocurrieran tantas irregularidades, que cundiera tanto la corrupción sin que nadie se diera por enterado.

Esta semana, el Consejo de Defensa del Estado interpuso una querella criminal por malversación de recursos fiscales y falsificación de instrumento público en contra de 16 personas, incluyendo a tres generales de la policía y a Javiera Banco, exsubsecretaria de carabineros entre 2006 y 2010. La querella involucra, incluso, al recordado “general del pueblo”, Alejandro Bernales. Otra vez sobres de dinero que se reparten como regalo por buena conducta, otra vez un tejido fino entre la política de las apariencias, que simulaba una normalidad predicada con ahínco, pero tan enclenque como una fama levantada sobre intereses torcidos. Una máscara de normalidad que nos está haciendo pagar un costo demasiado alto como para no pensar en la necesidad de un gran cambio de la institución policial, uno real, de largo plazo, y no este sendero de parches y mentiras que nos ha obligado a recorrer a cuenta del Fisco y a costa de la democracia.

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