Columna de Paula Escobar: 8M: Dos pasos para adelante, uno para atrás

Mujeres realizan performance "Un violador en tu camino", durante protesta en Plaza de Armas este 5 de marzo.


La revolución más positiva, benigna y pacífica de la historia es el feminismo.

La afirmación no es mía ni de una activista radical, sino de Yuval Noah Harari, el historiador y best seller del momento, lectura obligada de empresarios y políticos por su mirada macrohistórica sobre nuestra especie, plasmada en sus libros Sapiens: de animales a dioses, Homo Deus: breve historia del mañana y 21 lecciones para el siglo XXI.

¿Por qué la cataloga así? Porque ha creado un enorme cambio positivo, “sin matar a nadie”. Este 8 de marzo, desde esa perspectiva, hay muchas razones para celebrar. Especialmente si pensamos que aunque hace poco más de 70 años las mujeres no podíamos votar, en Chile esta semana se hizo historia al aprobar la paridad de género en la convención constituyente, si es que se aprueba el plebiscito del 26 de abril. Este logro implicó, además, un triunfo moral: la mayoría de quienes fundamentaron públicamente su voto en contra insistieron en su adhesión a la idea de la equidad de género, pero su rechazo al mecanismo para lograrla. Hace 10, cinco o hasta tres años, hablar de cuotas o de acción afirmativa en Chile era signo de radicalismo extremo. Ese sí que es un cambio cultural.

Pero a pesar de esos avances innegables, aún hay muchas razones para marchar un día como hoy, 8 de marzo, no solo para honrar a quienes nos antecedieron y pagaron costos enormes para que hoy viviéramos mejor que nunca en la historia, sino, además, para manifestar con claridad los desafíos, también de gran envergadura, aún pendientes.

Antes de que algún lector abandone esta lectura por considerarla exagerada, déjenme darles algunos datos y ejemplos. Según el Global Gender Gap Report del Foro Económico Mundial de 2020 (un organismo que nadie podría calificar de progresista radical), Chile se ubica en el lugar 57 de 153 países, pero está en el lugar 15 de los 25 países de la región. Y hay dimensiones que porfiadamente no avanzan. Comparativamente con los demás países (Ocde y no Ocde), Chile está bien en educación (lugar 30) y política (36). Más o menos en salud y sobrevivencia, pero reprueba en la dimensión económica (lugar 111), que acaso sea la que es más relevante a la hora de conseguir la libertad real: persiste una brecha salarial, falta inclusión de mujeres en el mundo del trabajo y para qué decir la ausencia de mujeres en cargos altos. Un estudio muy relevante y reciente del PNUD, publicado ayer en este diario, plantea resultados en la misma dirección. En los últimos 23 años, las mujeres con cargos de poder en diferentes ámbitos del quehacer han aumentado de un 10 a un 20%. Mejor, pero la cifra sigue siendo muy lejana a la paridad. ¿Dónde hay más techos de vidrio? Directorios, gerencias generales (solo un 3%), no hay sorpresa. ¿Las peores? Fuerzas Armadas e Iglesia, instituciones que están en severas crisis de legitimidad y credibilidad, y que han protagonizado

abusos y violaciones a los derechos humanos gravísimos, sin justificación alguna.

¿Por qué, entonces, si esta materia es tan relevante y si, además, esta es la generación más educada de mujeres chilenas en la historia, subsisten estas discriminaciones? ¿Por qué si, según cifras del Banco Mundial, el PIB de Chile subiría un 20% si las mujeres participaran en igual proporción que los hombres en la fuerza laboral?

Porque subsisten prácticas de discriminación y exclusión que ensombrecen el entusiasta -y, por cierto, verdadero- diagnóstico de Harari. Son los estereotipos de género, sesgos conscientes y muchas veces inconscientes, que dan por supuesto que las mujeres pertenecen al ámbito de lo privado y los hombres al de lo público. Son aquellas ideas que incluso definen la masculinidad desde el poder. Otro estudio del PNUD conocido esta semana reveló que el 90% de la población mundial -hombres y mujeres- tiene algún tipo de prejuicio contra la mujer: la mitad de la población considera que los hombres son mejores políticos y un 40%, mejores ejecutivos que sus pares femeninos.

¿Y en Chile? Bueno, dos pasos para adelante y uno para atrás. Las elecciones de la CPC el próximo 12 de marzo reflejan este tipo de problemática de manera nítida. El proceso por elegir a la persona que suceda a Alfonso Swett al mando de la poderosa Confederación de la Producción y del Comercio, multigremial fundada en 1935 e integrada por seis ramas del espectro productivo, es una elección que ha sido definida como clave debido a la coyuntura que vive el país y a cómo los empresarios la enfrentarán. Y, al igual que la primaria demócrata en Estados Unidos, al final solo quedaron dos candidatos hombres: Juan Sutil (SNA) y Ricardo Mewes (CNC). Ninguna mujer. Nadie, al parecer, ha sacado siquiera al pizarrón a la CPC y sus miembros por no considerar -con seriedad- que una mujer pudiera decidir sus destinos por primera vez en su historia, justamente porque se trata de un Chile que hay que descifrar en medio de mucha incertidumbre, para lo cual no se pueden emplear las visiones de siempre. Al principio surgieron nombres de mujeres, pero cuando la pelea se puso seria, ya no sonaron más y quedaron solo dos finalistas, que han competido hasta ahora explicando sus zonas de coincidencia y diferencia en casi todo, pero sin decir nada sobre lo grave que es -a estas alturas- que existan instituciones en que las mujeres no solo nunca las han encabezado, sino que ni siquiera compiten.

Pienso que la CPC debiera reflexionar acerca de cuáles son sus reales planes para mejorar nuestro país, siendo que la exclusión de un género en el puesto de máxima toma de decisión está dentro de sus prácticas históricas. Y aunque hay quienes piensan que estas son peleas de mujeres de élite, que solo les importan a ellas mismas, lo cierto es que mientras persistan espacios de poder sin mujeres, la revolución pacífica no habrá terminado.

Llevar adelante y sin cuestionamientos una elección monogenérica, desgraciadamente no es todavía un artefacto del pasado.

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