Columna de Héctor Soto: La industria de las acusaciones

Cuando se habla de un régimen semipresidencial como opción para el futuro, lo que primero salta a la discusión es qué gobernanza y qué estabilidad podrían garantizar parlamentarios así. ¿Son confiables, son serios? ¿Cuál es su compromiso con la paz social, el bienestar y los objetivos de largo plazo del país? ¿Basta un simple cambio de régimen político para redimir a quienes su propia conducta ha terminado por degradar?



Viendo lo que ha sido el desempeño del último tiempo, pareciera que el concepto de responsabilidad política no pasa por sus mejores días en el Parlamento. Llevamos ya un buen tiempo tratando de asimilar los disfraces, las frivolidades y conductas circenses de algunos y algunas honorables. En las últimas semanas, sin embargo, han tendido a primar en el hemiciclo conductas propias de las barras bravas, y esta circunstancia, unida al clima de polarización e incertidumbre que el país está viviendo a raíz del estallido social, es lo que abre un gran signo de interrogación respecto de los meses que vienen por delante.

Cuesta creer que 20 días después de la exitosa acusación constitucional contra del exministro del Interior y del fracasado libelo contra el Presidente de la República, la Cámara de nuevo esté afilando los cuchillos, ahora para defenestrar al intendente de Santiago, Felipe Guevara. La acusación fue presentada por un grupo de diputados, donde no falta ninguno de los partidos del arco opositor, y responde a la dinámica ultrista con que la clase política está leyendo los acontecimientos a partir del 18 de octubre.

Es evidente que esta maniobra, unida a las cuatro interpelaciones ministeriales programadas para la primera quincena de este mes (Trabajo, Salud, Hacienda y Medio Ambiente), habla de una Cámara hiperventilada. En términos prácticos, lo que parece estar en desarrollo es el propósito de algunas bancadas de trasladar de cuajo la función gubernativa al Parlamento. Como el gobierno no tiene mayoría en las cámaras, hay muchos concentrados en reducir día a día el margen de maniobra de La Moneda para mantener el orden público y garantizar el funcionamiento del Estado. Lo que está saliendo de ese esfuerzo es, por supuesto, muy poco tranquilizador e instala razonables dudas respecto de si nuestros parlamentarios están o no a la altura de los desafíos cívicos que como sociedad nos aguardan. Por lo visto, pareciera que no. Aparte de extraviada, esta acusación es especialmente inoportuna: la crisis social sigue en curso, Carabineros está en un mal momento, el orden público es una herida todavía abierta y se han anunciado desórdenes para los días de la PSU. Les da lo mismo: la idea es agregar más leña a la combustión.

Es dudoso que el propósito -consciente o inconsciente- de compartir desde el Congreso el gobierno con La Moneda se ajuste a los principios que informan nuestro sistema político. Cuando la mayoría parlamentaria tiene un signo político y el Ejecutivo otro, es desde luego básico que ambos poderes alcancen acuerdos para que el país funcione. Pero eso es distinto a convertir en norma la usurpación de facultades que son privativas de la Presidencia. Aquí se llega al absurdo de acusar a un intendente por adoptar resguardos elementales de orden público, varios de los cuales han sido poco efectivos, por lo demás. Pero no es por eso que se lo está acusando. Se lo acusa porque lo quieren ver atado de manos cuando la ciudad queda entregada a la violencia y porque al final desean proteger a las turbias redes que se adueñaron de Plaza Italia.

Estas tensiones no son anecdóticas. Son reveladoras de un sistema político que está funcionando mal, entre otras cosas, porque hay parlamentarios que se están pasando de listos. Total, para ellos es gratis. Al menos lo ha sido hasta aquí, porque no hay instancia que sea capaz -no lo pueden hacer las demás instituciones del Estado ni la justicia, tampoco la orgánica de los partidos políticos y todavía menos los medios- de hacer efectivas las responsabilidades políticas envueltas en aventuras temerarias e imprudentes.

Desde este punto de vista, los dos años que le quedan a Piñera serán cualquier cosa, menos auspiciosos. De eso se está encargando el bloque opositor. En lo que nadie repara, sin embargo, es en el desprestigio asociado a la industria de las acusaciones. Es cierto que el Presidente tiene altísimos índices de rechazo, pero los del Congreso son aún mayores. Y no tiene ninguna presentación que diputados que deberían estar trabajando por el país y sacando adelante las distintas iniciativas de la agenda social estén enfrascados en una guerrilla política maloliente, ridícula en sus protocolos y formalidades, agotadora como noticia y consabida como refugio de impostura republicana.

Cuando se habla de un régimen semipresidencial como opción para el futuro, lo que primero salta a la discusión es qué gobernanza y qué estabilidad podrían garantizar parlamentarios así. ¿Son confiables, son serios? ¿Cuál es su compromiso con la paz social, el bienestar y los objetivos de largo plazo del país? ¿Basta un simple cambio de régimen político para redimir a quienes su propia conducta ha terminado por degradar?

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