Columna de Héctor Soto: Lo que no se cumplió

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Al margen de los diagnósticos que se han hecho y de las miradas que entreguen los libros sobre el estallido anunciados para marzo, no está de más comenzar a tomarles el peso a diversas promesas fallidas que, a veces de manera explícita y otras no tanto, se le hicieron en distintos momentos a la sociedad chilena. Tal como hubo gente que nunca se las creyó, hubo también quienes sí se las tomaron muy en serio y es posible que sus decepciones hayan contribuido a alimentar el fuego del malestar expresado en la actual crisis.

Se nos dijo que íbamos a llegar al desarrollo el 2010 y la proyección, claro, nunca se cumplió. Fue fácil echarle la culpa a la crisis mundial del 2008, pero está claro que este vaticinio no tenía mucha sustentación, porque desde luego el desarrollo no puede medirse solo por el nivel del ingresos. El PIB per cápita podría estar varios miles de dólares por encima del actual y no por eso, sin embargo, en Chile tendríamos educación de calidad para todos, mayor respeto a la ley, un país más equitativo y una convivencia democrática civilizada, que es lo que, en rigor, primero se asocia con el desarrollo. En este sentido, seguimos siendo tan subdesarrollados como lo hemos sido siempre. Y en algunos aspectos, no en todos, lo cierto es que estamos peor.

Al otro lado del péndulo, también dimos la cabeza contra el muro. En algún momento se filtró la idea de que el crecimiento no era tan importante, porque lo que contaba era la distribución, y ese error significó por cinco años bajar el ritmo, frenar la movilidad social, postergar expectativas de superación, ralentizar el crecimiento de las remuneraciones, particularmente de las más bajas, y afectar el dinamismo del empleo. Súmesele a eso el ingreso de un millón 200 mil inmigrantes, con todas las consecuencias que el fenómeno trajo en la pirámide laboral, en la demanda de servicios públicos, en la convivencia en los barrios y en viejos y nuevos problemas de integración de las ciudades

Otra apuesta que falló fue la confianza en que el mercado sería capaz, por sí solo, de solucionarlo todo. Y la verdad es que no solo fue incapaz de eso, sino que, además, en algunos casos, pocos pero emblemáticos, las farmacias y el papel higiénico, fue capaz de concertarse para echar al medio, para apuñalar a los consumidores. Han pasado años y, sin embargo, todavía, por lo que se ve, el mercado de los medicamentos sigue sometido a enormes distorsiones. Y no obstante que el empresariado aprendió que con estos temas no se juega, no por eso ha caído la carga de trabajo de la Fiscalía Nacional Económica para detectar arreglines. Está claro: el mercado no se regula solo ni puede ofrecer soluciones para todo.

También hoy estamos pagando otra cuenta. Es la idea de que los títulos universitarios eran la gran palanca del desarrollo colectivo y del ascenso personal. Por supuesto que lo han sido. Pero no en la medida en que creyeron quienes hicieron un esfuerzo económico y personal sobrehumano para conseguirlos. Muchos de ellos sienten que tanto esfuerzo no valió la pena, porque el mercado es cruel: existe mucha competencia y, además, los títulos ya no son lo que fueron. Aquí no solo hay un problema con los graduados. Becas Chile debiera saber que descansa sobre un volcán que ya está entrando en actividad con los posgraduados. Un país que no crece, o que crece muy poco, simplemente no tiene capacidad de emplearlos en las cantidades que estamos mandando a especializarse en el exterior, con un costo enorme, por lo demás. Gente de lo más calificada ya se está acuchillando por cargos docentes menores en las universidades, hay doctores repartiendo pizzas y día que pasa el horizonte pinta para peor.

El otro sobreentendido que se vino abajo es que a mayor educación y títulos la gente iba a desarrollar mayor compromiso con el sistema, con la estabilidad y las instituciones. Esto nunca se explicitó demasiado, quizás porque el supuesto tiene aspectos políticamente incorrectos, pero se asumía como un hecho de la causa. Y ha sido exactamente al revés. Los jóvenes de mejor nivel educacional -esto es, los que tienen títulos de profesiones exitosas y grados académicos vistosos, aparte de un gran futuro por delante, desde luego- son ahora los que están entre los más críticos de la transición política, entre los más partidarios de las protestas y entre los más condescendientes con la violencia. ¿Qué pasó aquí? ¿Por qué no funcionó la correlación entre conocimiento y moderación? ¿Por qué, en muchos casos, los más privilegiados son los primeros en rebelarse? ¿Se explica esta actitud en términos puramente generacionales o hay algo más? ¿No será que a toda generación le gusta, por un lado, reinventar la rueda y, por el otro, sentir el vértigo de la página en blanco?

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