Columna de Óscar Contardo: El final de una década

Actualmente, nuestra autonomía lidia con un fantasma de consistencia translúcida que hace de nuestros gustos, preferencias y conductas un patrón predecible que incluso puede gestionarse para vendernos algo adecuado a nuestras necesidades, o de modo más siniestro, exponiéndonos a nuestros propios terrores para lograr una respuesta de pánico que se concrete en un voto.



Trozar el tiempo en décadas es un ejercicio que, al menos para mí, involucra ciertas cualidades terapéuticas. Las mismas que provocan guardar las viejas libretas de notas en cajas o limpiar el clóset de la ropa en desuso. Es situarse en un balcón y mirar un paisaje que está a punto de desaparecer bajo la oscuridad de la noche, solo para volver a contemplarlo al día siguiente con cambios que a veces parecen imperceptibles, pero que a la larga dibujan sobre la ruta una línea que se desvía de un modo definitivo del camino que dábamos por sentado.

Recuerdo, por ejemplo, los alborotos de 1999, cuando la posibilidad de que una falla mal gestionada en los sistemas informáticos provocara un apagón de proporciones mundiales. Hubo incluso una película sobre el asunto, que fui a ver en un cine del centro, que luego fue una tienda de discos y años más tarde un banco. El desastre computacional no ocurrió, pero vendrían otros en forma de terrorismo.

El nuevo milenio se instaló con una furia inesperada, con atentados en vivo y en directo en plena Nueva York. El cliché de "el fin de la historia" acuñado en los lustros anteriores comenzó a ser desplazado por otro: "el choque de civilizaciones". Ambas ideas convivieron durante largo tiempo, generando debates que llenaban la prensa escrita. Mientras eso sucedía, la televisión abierta vivía una revolución con el éxito de un formato nuevo, que consistía en juntar personas desconocidas entre sí, pagarles para que convivieran aisladas durante un período en el que cada una de sus actividades sería grabada y exhibida. Encerrar, exponer, divertir, enriquecer.

Los reality shows generaron largas discusiones con tintes morales sobre la cultura del exhibicionismo y el apogeo del narcisismo como síntoma de un despeñadero valórico que los representantes de las instituciones encargadas de velar por la decencia -la Iglesia, el Congreso- criticaban enérgicamente. Con la distancia de los años, la popularidad de esos programas parece haber sido solo un anuncio del modo en que la intimidad comenzaba a moldearse como una suerte de commodity que era posible transar masivamente si se contaba con la tecnología adecuada para hacerlo. Durante los últimos 15 años ese momento ocurrió: la banda ancha se expandió, la transmisión y acumulación de datos se aceleró, el surgimiento de las redes sociales nos lanzó una carnada que mordimos a gusto y que significó, a la larga, el desplome de los medios de comunicación tradicionales. Por voluntad propia nuestra intimidad quedó capturada en algún lugar detrás de las pantallas que se multiplicaron y se hicieron portátiles, como una droga que nos permite tener un lugar en el mundo y nos provee de la fantasía de control sobre un entorno vertiginoso.

Actualmente, nuestra autonomía lidia con un fantasma de consistencia translúcida que hace de nuestros gustos, preferencias y conductas un patrón predecible que incluso puede gestionarse para vendernos algo adecuado a nuestras necesidades, o de modo más siniestro, exponiéndonos a nuestros propios terrores para lograr una respuesta de pánico que se concrete en un voto. Ya no buscamos información, como ocurría cuando los medios tradicionales eran la única ventana, sino la constatación de nuestras emociones sobre determinados fenómenos e ideas, y un refugio de seguridad frente a un futuro amenazante. El rastro de la intimidad que los potenciales electores dejan en internet es una huella que se transa en un mercado que nadie parece querer regular y que solo está al alcance de unos pocos. Donald Trump fue uno de ellos.

Esta semana, Ciper publicó que una empresa chilena que elabora perfiles de electores cruzando sus datos con información de redes sociales que luego vende para campañas políticas está vinculada a un popular software de seguridad pública que recoge a granel los miedos de cientos de miles de personas a diario. Eventualmente, quien disponga del dinero necesario podría adquirir no solo un conjunto de perfiles privados que sirva para afinar su campaña, sino también una cartografía de los terrores de sus potenciales electores. Podría ocurrir que esa persona en lugar de elaborar una propuesta de bien público para lograr votos, busque un atajo manipulando las pesadillas privadas.

La llave precisa para transformar el miedo ajeno en poder político propio existe y está a la venta.

En 20 años pasamos de la alarma ruidosa por la cultura del reality en televisión abierta, a la sigilosa trampa del pay per view de los datos privados, un peep-show que se gestiona de espaldas al escrutinio público.

Un nuevo fin de década acontece y la ruta sinuosa de la tecnología ha dispuesto a la democracia en un encierro de muros invisibles, y a los ciudadanos en una fantasía de libertad virtual simulada, en donde nuestro propio reflejo cumple el rol de carcelero.

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