Columna de Óscar Contardo: La política del disimulo

Presidente se dirige al país tras nueva jornada de protesta
Foto: Agencia Uno

Eludir la realidad, disfrazarla, acallar el disenso, censurar los hechos, justificar los abusos, evadir las responsabilidades, frivolizar la política, alimentar el clasismo han sido los combustibles de estas cuatro semanas de angustia que nos tienen exhaustos. Volver al mismo lenguaje algodonado puede ser anestésico y tramposo.



Aquí nunca hubo una guerra. Jamás hubo bandos en conflicto, ni batallones dispuestos para arrasar con el enemigo amenazante. Hubo delincuencia, violencia y saqueos, pero no generales de un Ejército señalando la hostilidad de escuadrones de bandera antagónica, ni un arrebato ideológico caprichoso. Lo que hubo fue una cuerda que se estiró al máximo, hasta romperse. La tarde del viernes 18 de octubre, la multitud de santiaguinos que vi caminar resignados buscando la forma de volver a casa no estaba tramando un complot, sino masticando un hastío antiguo y solitario que repentinamente encontraba compañía en los rostros anónimos que deambulaban una tarde calurosa de un año reseco. De forma inesperada sus vidas ya no eran más el pozo solitario de deudas e incertidumbre, sino una experiencia común de desaliento, un malestar crónico desdeñado por las autoridades y por los representantes políticos, cuya única respuesta posible era que había que esforzarse más para lograr triunfar como ellos lo hacían. Llegar bien arriba a puro empeño, trepar lo suficiente como para alcanzar la altura en donde nadie nota los efectos de un alza de tarifas del Metro en el presupuesto familiar, ni el descalabro financiero de sufrir una enfermedad que avanza y acelera la muerte.

Súbitamente, la fisura entre los discursos de complacencia de los más poderosos -que en Chile no acostumbran a rendir cuentas cuando yerran- y la experiencia cotidiana del abandono que experimenta una abrumadora mayoría cobró la figura del foso profundo que separaba los castillos medievales de la muchedumbre sin derecho a ser escuchada en la corte del señor feudal. Hacían falta dos pasos para que el malestar se transformara en rabia, y la ira, en violencia. El gobierno no solo dio esos dos pasos, también dio un tercero, que lo arrojó dentro de la zanja cuando todas las respuestas que ofrecía al país variaban entre la bota militar y las bombas lacrimógenas. Del gobierno esperábamos política y lo que anunciaba era represión; apostó a que el miedo jugara de su parte, que la paranoia congelara los ánimos. No fue así. El gobierno nos sumergió en la angustia y nos dejó a la deriva, o más bien lanzó la figura presidencial a un mar sin costa ni muelles, como quien arroja una botella que tal vez nunca nadie vuelva a recoger.

En un programa de televisión una mujer joven cuenta que está endeudada. Pidió un crédito con aval del Estado, sería la primera profesional de la familia. Está agobiada. El economista que tiene al frente le responde que su situación no debe ser tan mala, porque cuando encuentre trabajo, ganará más que sus padres y la deuda solo será un porcentaje de sus ingresos. Ella le responde que será difícil encontrar empleo, su universidad fue clausurada, ya no existe más, porque era un negocio de papel que el Estado primero impulsó y luego decidió cerrar. Tiene deuda, pero no título. "Hay más de mil compañeros como yo ahora". En ese diálogo está el contraste entre una ideología que ve la vida a través de dogmas económicos y planillas excel y la experiencia diaria de las personas. En una misma familia puede haber un estudiante endeudándose, un jubilado, un desempleado y un enfermo en una lista de espera. Decenas de combinaciones de asfixia.

La respuesta de los analistas fue durante años ver el vaso medio lleno. Los progresos materiales alcanzados por la transición debían agradecerse como quien mantiene una deuda con un acreedor que perpetuamente le recuerda la manera en que lo rescató de la miseria. La crítica era propia de los malagradecidos y resentidos. Implícitamente le decían a un sector enorme de la población que su descontento no era más que mala memoria: seguramente tus padres vivían en una casa hechiza de tablones sin piso, ahora tienen lavadora y smartphone. No es casualidad que la voz que se elevó desde la derecha y ayudó a forjar un acuerdo sea la de un hombre que conoce el mundo en donde se vive mes a mes con lo justo y no la de los herederos con posgrado de Provicura.

Ahora hablan de paz, usando el antónimo de guerra, cubriendo las razones de la crisis con una palabra conveniente que absorbe nuevamente la crítica, la confunde con la violencia y la destiñe hasta un blanco inmaculado, lo más parecido a la nada. Eludir la realidad, disfrazarla, acallar el disenso, censurar los hechos, justificar los abusos, evadir las responsabilidades, frivolizar la política, alimentar el clasismo han sido los combustibles de estas cuatro semanas de angustia que nos tienen exhaustos. Volver al mismo lenguaje algodonado puede ser anestésico y tramposo. Lo que depara el futuro no es fácil y más nos vale mantener a raya la tentación del disimulo y la autocomplacencia. Que esta crisis nos despierte para exigir que la política funcione, que los políticos respondan y para darnos cuenta del daño que provocan las grietas disfrazadas por el triunfalismo, la soberbia y la indolencia.

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