Columna de Óscar Contardo: "Un poquito de responsabilidad"

Imagen-FUNA-OK-900x600


Karla Rubilar, la ministra vocera de gobierno, acudió a una entrevista en un matinal de televisión. La conversación mantuvo el tono de lo que en la jerga de los medios suele calificarse como "entrevista humana", por contraposición a las que intentan informar sobre el rol público del personaje. Una suerte de subgénero que se interna en revelaciones sobre la vida privada y los bordes habitualmente más disimulados por la investidura o la especialidad del entrevistado.

La vocera aprovechó el momento para contar un lamentable incidente: mientras estaba en el supermercado haciendo las compras, una mujer la insultó a los gritos. Aunque no detalló el contenido de los improperios, se entendía tácitamente que tenían que ver con la situación política por la que atraviesa el país. Rubilar iba acompañada de su hija pequeña, quien frente a la escena se descompuso y rompió en llanto. Los conductores del programa le preguntaron cómo consoló entonces a la niña, qué le dijo. La vocera respondió que la abrazó para tranquilizarla y le explicó que había gente que estaba "un poquito llena de odio". Enseguida, cerró el tema con el rictus de quien lleva una pesada cruz sobre sus hombros, pero que ha aprendido a acomodar el peso, haciendo una reflexión en torno a su experiencia política y la rudeza del camino escogido. La vocera no fue a explicar, sino a dar un testimonio de crecimiento personal.

En Chile, las agresiones como las que sufrió la vocera suelen ser calificadas de "funas" y en Argentina de "escraches". En ambos países surgieron en el contexto de la impunidad que gozaron gran parte de los represores de las dictaduras militares. Las víctimas o sus familiares identificaban a los torturadores que habían seguido con sus vidas tan campantes tras el retorno de la democracia. La funa significaba apuntarlos en la calle, en sus domicilios, gritarles en el café en el que se reunían con sus amigos, hacerles sentir que había gente que sabía lo que habían hecho. Era un desquite, un intento de compensación momentánea. En su origen, la funa es la consecuencia de un fracaso mayor, que tiene que ver con la democracia y el funcionamiento de la justicia.

La costumbre de la funa fue ampliándose, alimentada por la sensación de impunidad frente a la amplia variedad de abusos y nutrida gama de daños -leves y graves- sufridos por chilenos de distintas edades y condiciones, pero que tienen en común la experiencia de la desventaja frente al poder. Mujeres golpeadas o violadas con sus agresores libres, enfermos crónicos esperando eternamente por tratamientos, consumidores hastiados de cobros ilegales y colusiones, estudiantes frustrados en sus aspiraciones. La cultura de la funa se extendió al ritmo de la marea de las expectativas insatisfechas y la indolencia política frente al hastío. Tanto creció que llegó a ser confundida con la protesta pura y dura contra una decisión política, o a servir de excusa para el acoso en redes sociales por las razones más ridículas. El nombre "funa" se ha aplicado incluso a situaciones absurdas, como la agresión a una cantante de trap porque su bronceado fue calificado como "apropiación cultural", es decir, a alguien se le ocurrió que estaba tan morena que quería pasar por afrodescendiente y eso merecía denuncia y repudio público.

No intento con esto hacer una justificación de la funa, de hecho, me parece un ejercicio triste en su desesperación; como los gritos que nos alarman de una herida que supura y que eventualmente pueden ser el prólogo de la barbarie. Tan solo trato de entender el fenómeno como algo más complejo que gente "un poquito llena de odio", parafraseando a la vocera.

Han pasado casi cuatro meses desde el inicio del estallido social, hay cuatro informes internacionales que detallan la gravedad de las denuncias contra agentes del Estado por violaciones a los derechos humanos. Hay muertos, hay personas mutiladas, torturadas, heridas, violadas y abusadas. Frente a esto el gobierno apenas hace tibias referencias en declaraciones en las que con decisión y firmeza respalda el trabajo de la policía. Las imágenes de detenciones arbitrarias, atropellos y maltratos circulan por las redes, se publican en portales y se exhiben en medios extranjeros. La secuencia de un muchacho pateado en el suelo por un grupo de uniformados dejó en evidencia que pese a todas las denuncias y las investigaciones internas que supuestamente se han iniciado, pocas cosas están cambiando dentro de la institución. Todo esto pasa y sigue pasando sin que sepamos aún quiénes quemaron el Metro ni contra quiénes era la guerra que el Presidente anunció en octubre.

La cultura de la funa no va a desaparecer con las autoridades haciendo confesiones emotivas en los matinales de televisión, sino con las instituciones dando muestras de que reconocen la gravedad de lo que está sucediendo, con prudencia y seriedad, dejando la frivolidad para otras ocasiones, dando respuestas y no consejos. Anuncios reales y decisiones que nos alejen de un nuevo fracaso.

Comenta

Por favor, inicia sesión en La Tercera para acceder a los comentarios.