Columna de Óscar Contardo: "El terror a los parásitos"

parasite


Vi Parásitos antes de que ganara el Oscar. La vi por curiosidad y me gustó al punto de salir con una sonrisa de satisfacción de la sala porque disfruto las películas que duelen sin necesidad de Eir a los balazos, ni al maquillaje esperpéntico, ni a los trastornos mentales, ni al rizo de las metáforas bien dispuestas en pantalla como una piñata rota, colorida y triste en la mitad de una fiesta de cumpleaños. Como no soy cinéfilo, ni pretendo serlo, cuento con la libertad para poner en una misma categoría personal y privada El Ladrón de Bicicletas, Amour, Whisky y La vida soñada de los ángeles. En esa categoría quedó Parásitos.

Me gusta que en una película el daño, la herida ligeramente abierta, sea eso que flota en el aire y que antecede a los personajes y a la historia representada; me complace que el dolor estuviera ahí antes que el relato puntual y que seguirá estando, independiente de lo que suceda en la cinta: un orden, una época, una forma de vida que situará los personajes de una determinada manera en el mundo; una de la que no podrán escapar por mucho empeño que pongan. Los milagros no existen y los finales felices son desechables y contaminantes, como el plástico; lo que perdura son las necesidades y las frustraciones que se acumulan en el mismo sótano en el que se guardan las iras sosegadas por el miedo o el hambre.

Las historias románticas -que no es lo mismo que historias de amor-, en cambio, suelen esquivar la influencia de ese daño que flota y hiere, mientras que las sagas de superhéroes se sostienen en un goce que me resulta tan ajeno y misterioso como las reglas del béisbol. Me aburren los efectos especiales y la gente que vuela.

Creo que Parásitos me gustó aun más porque no idealiza la ética de quienes viven la pobreza y muestra a quienes lo hacen en la riqueza con ese toque de sutil ingenuidad y pavor perpetuo mal disimulado; ese susto que siempre aletea alrededor de las personas que rara vez han estado en situaciones de desventaja y caminan por la vida como entrando en un pasillo alfombrado en el que las puertas se abren automáticamente sin siquiera pedirlo. Basta una arruga en la alfombra y una ampolleta que no enciende para que todo sea un descalabro. Aparece en ellos el terror a los desperfectos, a la fealdad ajena, a los cambios, a no lucir tal como deberían hacerlo personas como ellos frente al mundo; espanto a que la mesa de centro esté fuera de lugar y a que no haya comida recién preparada en casa; miedo al descontrol, fantasías con las hecatombes que pueden provocar los extraños, asco por la cercanía de un aliento ajeno y pánico a que alguien se pase de la raya y ocupe un lugar que no le corresponde. La felicidad consiste entonces en mantener todo bajo control, fumigar los errores, pulir a los hijos soñando con un esplendor de inteligencia o talento que sus niños tal vez no tengan, pero que ojalá simulen tener; ir al supermercado con un asistente, comprar una caja de vino y sonreír siempre como si todo simplemente fluyera hacia un fin de semana de alegría en el jardín. Sin duda cultivar esa felicidad debe ser una tarea agotadora, sobre todo si vives en Corea del Sur con misiles apuntando en dirección a casa.

Los pobres de Parásitos -que para nuestros parámetros de miseria, no lo serían tanto- distan de la imagen que suelen hacer de ellos lo directores latinoamericanos, que acostumbran a rendirse a una inevitable condescendencia culposa fruto de la educación en colegio católico, aproximándose a los desafortunados como a un angelito con el ala rota que necesita de su afecto paternal, creando en torno a ellos un relato conmovedor, como testimonio para promover la beneficencia o crear conciencia social entre sus pares. La película rehúye de ese tono dulzón, porque en el mundo que retrata no hay sitio para la lástima, ni la autocompasión, pero sí para el humor negro que ayuda a compensar la amargura de la pellejería diaria que con el paso del tiempo va tomando la forma de una lápida pesada que consume toda energía y fatiga toda moral. Bon Joon-Ho, el director de Parásitos, no hizo tanto una metáfora sobre la desigualdad, como una obra que examina el culto al mito de la meritocracia desde la mirada de quienes habitan en el subsuelo de la pirámide social; los que viven procurando estar bien atentos, mirando hacia arriba, por si algo les cae desde la cima. La película tuerce esa espera y la transforma en un acecho, un giro tan descabellado que llega a ser real. Muy real y muy cercano.

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