Columna de Óscar Contardo: Una amarga espera

chanfreau


No recuerdo otro verano tan tenso. No recuerdo otro año en que la temporada de vacaciones se transformara en un compás de espera para llegar a marzo y, una vez ahí, saber en qué consistirá el futuro. Tampoco recuerdo haber escuchado tanto y tan frecuentemente la misma pregunta: ¿Qué va a pasar? Y ver muchos hombros encogiéndose como única respuesta. Lo que sí resulta familiar es la manera en que el gobierno responde a los acontecimientos que lo sobrepasan, lo hace como si las autoridades habitaran en un lugar distinto, donde nada de lo que hemos vivido es una realidad tangible y concreta como un país atravesado por una espina de rabia y hastío.

El anunciado sabotaje a la PSU anunciado desde hace meses por la Asamblea Coordinadora de Estudiantes Secundarios finalmente ocurrió. El gobierno no intentó evitarlo, no hubo más voluntad que esperar a que ocurriera, llegar hasta el límite, sin antes echar mano a la política y anunciar, por ejemplo, el deceso programado de una prueba que, a la larga, no es más que el termómetro que nos da la evidencia de que uno de los más graves problema de nuestro sistema educacional es la segregación social. La PSU no es la causa, es el control de calidad final, que sincera una fractura anterior, pero el gobierno no está interesado en referirse al problema de fondo, ni a las evidencias de los expertos, ni atender a los argumentos de las investigaciones. La ministra Cubillos ya ha dicho que ella prefiere el "sentido común"; ha llamado "tómbola" a un algoritmo desarrollado para mitigar la inequidad y ha anunciado que solo trabajará por los mejores de cada clase. Para el resto, lo que el gobierno ofrece es la severidad policial y el reproche moral.

El sabotaje de Aces, o al menos el impacto que tuvo, pudo haberse evitado con política, pero el gobierno hizo poco y nada. Una vez que los desórdenes anunciados ocurrieron, el Ministerio del Interior decidió criminalizar el asunto invocando la Ley de Seguridad del Estado en contra de los voceros de Aces. O sea, podría haber cárcel para ellos. Con esa decisión transformaron a Víctor Chanfreau, un dirigente hasta ahora desconocido para gran parte de la opinión pública, en una figura con perfil heroico por una acción que, mirada en detalle, tuvo muy poco de gesta épica: para su protesta los miembros de Aces maltrataron a alumnos y apoderados de la misma clase trabajadora a la que dicen defender; gritonearon a los más perjudicados por el sistema y les enrostraron su inconsciencia, como si su rol fuera la redención de los que viven en el error. ¿Por quiénes votarán en las próximas elecciones los que se sintieron perjudicados? ¿Por quiénes se arrogaron el derecho a abrirle los ojos a la fuerza o por quienes propongan orden y disciplina? Es difícil darles una respuesta a esas preguntas.

La única certeza es que un gobierno que repite la misma mala receta no puede esperar resultados diferentes, mal que mal octubre estalló cuando en lugar de hacer política, el gobierno decidió solucionar una demanda estudiantil con represión. Hasta ahora, esa fórmula ha tenido como resultado concreto cuatro informes internacionales denunciando graves violaciones a los derechos humanos y un país sumido en la incertidumbre. Invocar la Ley de Seguridad del Estado para los dirigentes de Aces, además de resultar desproporcionado y subrayar la desigualdad en el trato en comparación a la atención que el Ministerio del Interior le ha prestado a las graves denuncias por abusos en contra de carabineros, resuena como un eco en nuestra historia reciente: Víctor es nieto de Alfonso Chanfreau, el militante del MIR detenido, torturado y desaparecido por la Dina durante los primeros años de la dictadura. Es decir, el Ministerio del Interior elevó a un nivel simbólico un asunto que podría haber quedado en lo coyuntural.

El caso de Alfonso Chanfreau fue el tema de mi primer reportaje en la universidad. Fue un trabajo en grupo que nos enfrentó, a mí y a mis compañeros, con los pormenores de la brutalidad convertida en industria estatal. Recuerdo la tarde cuando acudimos a una pequeña oficina cerca de los tribunales para entrevistar a Erika Hennings, la señora de Chanfreau. La historia partía la noche en que los agentes de la Dina se estacionaron justo frente al departamento de la pareja y encendieron los focos de sus autos, iluminando el interior. Recuerdo el gesto de Hennings describiendo el fulgor crudo colándose por las ventanas. Esa noche se llevaron a su marido para siempre.

La terquedad y torpeza del gobierno están incendiando marzo por adelantado, dejándonos en una amarga espera colmada de fantasmas de un pasado que nunca se fue del todo, y repleta de fragmentos de un presente que no sabemos cómo interpretar.

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