El agua turbia de nuestra historia

JOSE ANTONIO KAST
FOTOS PATRICIO FUENTES Y./ LA TERCERA

Si alguien abre la llave hoy en Osorno, no sale nada o sale agua turbia (cortesía del sistema); si Kast abre la llave de su relato político, también sale agua turbia, teñida de odiosidad, pechoñería, militarismo y estrechez, todo lo que Chile con enorme esfuerzo ha sabido desaguar de su devenir.


En uno de los patios del antiguo Hospital San Borja hay cuatro jóvenes, dos de ellos hermanos, y un hombre de 50. No los convoca una urgencia médica, aunque seguro están nerviosos.

Es la mañana del sábado 6 de octubre de 1973, son militantes de las Juventudes Comunistas, tienen poco más de 20 años y acompañan al hombre de 50, Samuel Riquelme Cruz, subdirector de Investigaciones durante la UP, a asilarse en la Embajada Argentina, colindante con el hospital.

De repente, desde una ambulancia, disfrazados de enfermeros, se bajan funcionarios de la Policía de Investigaciones disparando.

Matan a uno, Eduardo Quinteros Miranda, y hieren y detienen a los otros, tres de los cuales –los jóvenes– desde entonces están desaparecidos: Raúl San Martín Barrera, Celedonio Sepúlveda Labra y Abelardo Quinteros Miranda. Así lo consigna el tomo 1 del Informe Rettig.

Hace unas semanas, más de 45 años después, los restos mortales de Abelardo Quinteros fueron identificados en el Patio 29 del Cementerio General y entregados a su familia, que el domingo pasado pudo por fin darles digna sepultura.

Hechos así jamás podrán encarársele a Allende. Que no pudo sostener la economía, que los bienes y servicios básicos fueron pauperizados, que no controló a sus hordas, que las declaraciones de sus colaboradores dividieron al país; matices más, matices menos, todo eso puede sostenerse de la UP, sí, como por lo demás de tantos gobiernos –del actual, sin ir más lejos–.

De ayer, por ejemplo, se puede opinar que fue un día lindo o feo, pero no se puede discutir que fue lunes. En la misma lógica, es indiscutible que Pinochet usurpó el poder, traicionó a su antecesor, mandó a masacrar a miles de compatriotas y saqueó al Estado, y ninguna de esas cuestiones –que marcan la gran diferencia que José Antonio Kast pretende hoy obliterar– se puede decir de Allende.

Es imposible igualar la consideración histórica que se tiene de Allende y de Pinochet. No hay VAR de la historia ni TC que pueda conceder el empate al que aspira el precandidato Kast y la reaccionaria constelación de ideas que lo orbita.

"Yo no soy admirador del general Pinochet, soy una persona que defiende el gobierno militar", declaró hace un tiempo, y ahora, quejándose porque la historia se escribe "solo con la mano izquierda", dijo que además de quitar la estatua y el escritorio de Allende de La Moneda, buscará "extender el periodo de estudio del Museo de la Memoria para que abarque los hechos previos al 11".

Y si Kast, al definirse como "persona que defiende el gobierno militar", relativiza lo que pasaba en Chile, bueno, qué podemos decir. Nos sonroja la impudicia. Acaba de publicarse El diario de Francisca (Hueders), el cuaderno que una niña de 12 años y de clase más bien acomodada llevó en 1973, y en la entrada del 11 de septiembre escribe: "A mí me da pena que maten o destierren a Allende. Porque aunque nos haya hecho un gran mal, él sigue siendo un humano".

Ojalá el precandidato, que gusta de ostentar el discurso moralista y "provida" en tantos ámbitos, tuviera la claridad de esa niña. No vio ni quiere aún ver lo que ella supo ver, y no sólo ella sino medio mundo; muy lejos, por ejemplo, lo sabía Thomas Bernhard, el malicioso genio de la literatura austríaca, que nadie podrá decir que era un buenista denunciante, pero que de todos modos decidió aludir explícitamente en la página final de su novela más extensa e intensa, Extinción, al régimen de Pinochet, "esa dictadura, la más atroz de todas".

Si alguien abre la llave hoy en Osorno, no sale nada o sale agua turbia (cortesía del sistema); si Kast abre la llave de su relato político, también sale agua turbia, teñida de odiosidad, pechoñería, militarismo y estrechez, todo lo que Chile con enorme esfuerzo ha sabido desaguar de su devenir.

Con o sin estatua de Allende, el empate no es posible; y sin ese empate, sin esa posverdad, sin ese intento de disfrazar la historia, Kast no tiene chance. Tal como Pinochet –al que defendió en la franja de SÍ con la misma jovialidad que Marcela Cubillos–, aunque corriera solo llegaría segundo; Lavín le gana altiro. Por eso sus provocaciones son testimoniales. Busca el empate porque se sabe perdedor.

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