Distracción y masticables

Seremi de salud RM fiscaliza una distribuidora de golosinas
FOTO: AILEN DÍAZ/AGENCIAUNO

Llegando a los 38 como más kegoles, candys y starbust que a los 8. Cuando descubrí que este deleite infantil se alargaba más de lo normal, hará ya unos quince años, le escribí una oda al kegol, "… gusto masticable que me permito / ahora que / últimamente / tan solito y con tan pocos gustos vivo".


El otro día en reunión de apoderados me presenté, a viva voz, como "la mamá de…". El nombre de mi hijo lo dije bien –el colegio era el correcto, la sala también–, pero por la expresión de mis interlocutores noté que algo no calzaba. ¿La mamá?, me preguntó uno. ¿Dije mamá? Asintieron sin saber si reírse o qué.

Al día siguiente partimos fuera de Santiago y se me quedaron tres maletas en la conserjería, olvidadas al cargar el auto. Eran de los niños. No es esta una confesión de ineptitud. Sólo expongo estos episodios –tengo otros– a manera de indicadores elocuentes de cómo a esta altura del año el cerebro funciona a medias, trastabilla entre tanta alergia, pega, vino, gente sentida, hostigamientos bancarios y, en fin, las mil demandas del todo y sus partes.

A fin de cuentas, ¿quién no es un poco torpe una buena parte de su vida? No se puede ser listo, astuto, rápido, pulcro, ejecutivo, memorioso y responsable todos los días, ni todo el día, ni toda la mañana o la tarde o la noche. Somos entes risibles que estornudan y tropiezan, que se contradicen flagrantemente y se ven contorsionados por su propio deseo y sus pequeñeces y debilidades, seres que a la vez que maduran y adquieren hábitos de adulto, mantienen, y a nivel consciente, una serie inconfesable de puerilidades, de usos y costumbres de la niñez.

Yo, por ejemplo, me acerco a los 40 y no hay semana en que no devore masticables con la misma voracidad con que lo hacía cuando niño, aunque ahora con más presupuesto. O sea que llegando a los 38 como más kegoles, candys y starbust que a los 8. Cuando descubrí que este deleite infantil se alargaba más de lo normal, hará ya unos quince años, le escribí una oda al kegol, "… gusto masticable que me permito / ahora que / últimamente / tan solito y con tan pocos gustos vivo".

La escritura de poesía quedó atrás, felizmente, pero los kegoles no (cómo extraño los de plátano y naranja, que ya no hacen). Las calugas frutales son un placer muy arraigado en ciertas generaciones del país; quizás sea la única herencia dulce de la dictadura. Un buen calugón latigudo es algo muy chileno, más que los impuestos de Kast, por lo pronto.

Dejarse estar, quedarse pegado, permitirse la caída o la torpeza es señal de madurez, aunque se suponga lo contrario. Es más: en el país de las prohibiciones y el orden, fallar o sucumbir resulta casi un gesto de resistencia, que en todo caso no implica desatender olímpicamente el trabajo ni la familia –aunque a algunos la segunda les impida llegar al primero, como le pasa al diputado Lavín, cuya consorte alcaldesa en cambio sabe darse el tiempo hasta para encontrar las empanadas más caras del mundo, de modo de darle cauce a la riqueza ilimitada de la comunidad maipucina.

Pero me pasé a la frescura de patudez, de descaro, y lo que quería era celebrar la frescura positiva, la gozadera imprudente. Esa actitud que se impone para sobrevivir. A los 22 o 23 años era muy hipocondríaco y sólo los masticables me endulzaban la vida, hasta que un día se me deshizo una muela a kegolazos. Quedó como un castillo derruido lacerándome el cachete por dentro. El asombro del dentista no lo olvido: "¡Es una muela de leche! ¡Y la del otro lado también!".

Me explicó entonces que por alguna razón –¿evolutiva?– no se me habían generado esas dos muelas definitivas y las de leche habían resistido estoicas más de dos décadas, hasta que un calugón de uva terminó con ellas. Lo que vino fue un tratamiento que implicó una larga sesión donde hubieron de anestesiarme y doparme mucho para poder taladrar en la mandíbula de abajo los pernos donde luego atornillarían los implantes.

Ese día tuvo que recogerme mi mamá y tras hacerlo pasó a comprar pan mientras yo esperaba, aún medio dopado, en el auto; al salir se encontró con bocinazos y gritos y su hijo al medio de la calle (8 Norte con 3 Poniente, en Viña) dirigiendo el tránsito como mejor podía. Al día siguiente, cuando me lo contaron, ni lo recordaba ni lo podía creer. Me prometí cuidar la dentadura, no comer nunca más calugones, pero ahora mismo estoy abriendo uno.

Comenta

Los comentarios en esta sección son exclusivos para suscriptores. Suscríbete aquí.