El limbo

Guarello columna

En algún momento Sergio Jadue fue el hombre más poderoso del fútbol sudamericano. Horas, días, tal vez una semana, el momento exacto en que el FBI hacía una batida en contra de la cúpula de la FIFA, donde había varios peces gordos de la Conmebol, y las empresas depositarias de los derechos de televisión como Traffic o Full Play tenían sus activos congelados. Con los caporales escondidos bajo las piedras y sin plata en las cuentas, la Conmebol no podía no siquiera pagar los viáticos de los árbitros que dirigían la Copa América que se jugaba en Chile entonces. Es ahí donde Jadue, entonces un recién llegado y aún no investigado por el FBI, sacó a la Confederación Sudamericana de aprietos poniendo dinero del comité organizador. Pero no fue gratis, tuvo la prerrogativa de designar los árbitros que le dirigirían a Chile en las fases finales del torneo. Por una vez, en cien años, el mago del sartén lo tenía un dirigente chileno. 

Como en el relato El Muerto de Jorge Luis Borges, “un triste compadrito sin más virtud que la infaustación del coraje”, el poder de Jadue no pasó de ser una ilusión muy breve. No demoró el bureau de investigaciones del gobierno de Estados Unidos en concluir que el joven dirigente que por rebotes del azar había terminado al mando del fútbol chileno, estaba tan involucrado como sus temibles pares sudamericanos, por menos plata, claro, pero hasta el cuello al fin. 

Luego de su cinematográfica fuga de Chile el 17 de noviembre de 2015, el ex presidente de Calera está instalado en Miami como testigo protegido de la causa. Tras inculpar a los Jinkins, padre e hijo, por los manejos sucios de Full Play, su importancia fue cayendo en ángulo recto, hasta convertirse en apenas un colaborador más, un personaje tan secundario que la propia jueza Pamela Chen ha aplazado su sentencia varias veces, esta semana pasó a noviembre, tan poco importa su destino en la mega causa. 

El periodista estadounidense Ken Besinger, autor del libro Tarjeta Roja donde revela toda la trama de la red global de corrupción de la FIFA, tiene a Jadue como un testigo menor, del que ya se sacó todo lo que se podía sacar y ahora yace olvidado en algún hotel o condominio de cuatro estrellas, matando el tiempo en Tinder. 

No sería raro que le dieran en noviembre, si es que no se aplaza nuevamente, una pena leve y excarcelable. Y tal vez lo envíen a Blaine, Minnesota, o Biloxi, Mississippi, con un nuevo nombre (Al Tapia, Ralf García, Ed Molina) y un contrato de rondín o cajero y hacerlo desaparecer para siempre. Entonces aburrirá a sus compañeros de trabajo, emigrantes de Gabón o Sri Lanka, algún salvadoreño probablemente, con sus aventuras, su poder, su gloria y sus breves millones de dólares. La respuesta será una sonrisa incrédula, mejor destino, en todo caso, que el de Benjamín Otárola, el compadrito corajudo, muerto de un balazo una noche de 1894 en la hacienda El Suspiro de Rio Grande do Sul.

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