El precio de la noche (extracto)

pinochet

La idea original de mi investigación era bastante simple. Quería saber cómo el pinochetismo había logrado congeniar su confesión religiosa cristiana con la conciencia de las brutalidades del régimen. Quería, en pocas palabras, saber cómo un seguidor de Cristo podía haberse prestado para colaborar, apoyar y promover una dictadura que torturó y asesinó a miles de personas.


Nos juntamos en el “Café Público” del Centro Cultural Gabriela Mistral. “En el café nuevo, en el Diego Portales”, me dijo por teléfono. Al principio no le entendí. Pensé que se refería al Starbucks adentro de la Universidad Diego Portales. Luego me golpeó el recuerdo. El primero de muchos que reflotarían en mí a lo largo de las horas que pasamos conversando en ese lugar. Era una de esas mañanas algo frías de fines de marzo y comienzos de abril, que notifican que el verano se ha ido definitivamente. “Mi época favorita del año”, me confesó mirándome fijamente a través de sus gruesos anteojos. Y me resultó imposible no creerle: vestía una camiseta cuello de tortuga y sobre ella un chaleco con rombos, todo rematado con pantalones de cotelé y zapatos de gamuza. En una de las sillas de la mesa reposaban, ya desmontados, uno de esos gorros tipo Neruda y una bufanda. En suma, una especie de cómodo uniforme otoñal. En la mesa, en tanto, ya había una agüita de menta humeando, por lo que lo saludé rápidamente, me dirigí al mesón y pedí un café cortado. “Hola, profe”, me dijo el joven tras la caja registradora. Había sido mi alumno en un electivo de sociología en la Chile. Me contó, mientras salía el café, que se había cambiado a Derecho y que trabajaba medio tiempo ahí, porque le quedaba cerca de la facultad. Le dije que me parecía una excelente idea. Cuando llegó el cortado lo puse en una bandeja -no confío tanto en mi pulso-, me despedí atentamente y volví a la mesa.

Debo reconocer que estaba muy nervioso, porque jamás esperé que él aceptara esta entrevista. Se la había pedido casi por cumplir, mandando una carta por correo a una dirección en Providencia que me entregó un amigo periodista. No mandaba una carta desde los años 90, cuando era niño. Pero, para mi sorpresa, respondió. Y aceptó. El primer pinochetista y yo, un sociólogo haciendo una investigación sobre el vínculo entre poder y creencias religiosas durante la dictadura, nos sentaríamos frente a frente a conversar. Y si ahora reproduzco aquí nuestro diálogo casi completo es, debo confesarlo, por una razón muy egoísta: necesito sacármelo de la cabeza. O, al menos, me gustaría sentirme acompañado en el recorrido mental que emprendo todos los días desde ese momento, buscando fijar el significado definitivo de aquello que conversamos, el cual se me escapa cada vez que creo por fin tenerlo acorralado.

La idea original de mi investigación era bastante simple. Quería saber cómo el pinochetismo había logrado congeniar su confesión religiosa cristiana con la conciencia de las brutalidades del régimen. Quería, en pocas palabras, saber cómo un seguidor de Cristo podía haberse prestado para colaborar, apoyar y promover una dictadura que torturó y asesinó a miles de personas. La verdad es que yo, en base a lo que había estudiado sobre el fenómeno, suponía una distorsión de la mitología cristiana en que Pinochet ocupaba el lugar de Jesús, siendo la dictadura una especie de calvario que culminaba con la crucifixión del general por los infieles durante la transición, en medio de la cobardía de quienes lo habían apoyado pero ahora no se atrevían a defenderlo. Y eso es justamente lo que había encontrado en el pinochetista promedio, junto con la convicción absoluta de que, aunque se pudieron haber cometido “algunos excesos”, la mayoría de los muertos eran terroristas y criminales que habían caído en su ley, mientras que la mayor parte de los que alegaban torturas eran descarados buscando plata fácil de las reparaciones estatales. Pinochet, alegaba este tipo de pinochetista, había dado el golpe por orden de Dios, aun sabiendo lo que se le vendría encima a él y a su familia. En medio del peligro, armado de valor, había tomado en sus propios hombros el trabajo de salvar a la patria. Era un ser cuyos movimientos estaban empapados en el mandato divino, y cuyos pasos claramente contaban con una protección sobrehumana, tal como la supervivencia al atentado en el Cajón del Maipo, Virgen del Carmen mediante, había dejado más que claro.

Pero no emergió nada de esta tosca mitología en mi conversación con el primer pinochetista. No atribuía el origen de la dictadura a un mandato divino. Asumía que la responsabilidad por lo ocurrido era humana. Y no negaba infantilmente sus horrores. En su mirada se mezclaban, en cambio, el deber de clase, el deber patriótico y la convicción teológica de que la lucha contra el comunismo era la lucha contra una manifestación concreta y real del mal. No de la “maldad”, sino derechamente del Demonio. Todo esto proyectaba, y sigue proyectando, una oscuridad absurda sobre los hechos ocurridos. Y el laberinto moral en el que este hombre otoñal parecía haber quedado atrapado es el mismo que, desde entonces, repaso yo a diario, tratando de encontrar una salida, un sentido general –o, al menos, uno particular- a la maraña en la que mi entrevistado habitaba. De más está decir que no he podido seguir avanzando en mi proyecto general, lo que me tiene, al menos por ahora, bastante sin cuidado.

Mientras terminaba de escribir este relato de nuestro encuentro, Chile explotó. Todo comenzó con un alza poco importante del valor del pasaje de Metro. Un grupo de estudiantes empezaron a saltarse las barreras de pago. Ministros del gobierno salieron ironizando estúpidamente en la prensa. Hordas de policías ocuparon las estaciones. Un palo aquí, una lacrimógena allá. Y, de la nada, había una línea completa del Metro de Santiago en llamas, y el gobierno reaccionaba declarando estado de emergencia y sacando a los militares a las calles. El Presidente habló entonces de “guerra”. Una guerra contra un enemigo poderoso, pero indefinido, que la mayoría de las personas que protestaban en las grandes alamedas entendió que se trataba de ellos mismos. Hubo marchas con un millón, casi dos millones de personas. El conflicto fue escalando y cada nuevo anuncio del gobierno, que habría sido considerado una gran concesión tres días antes, pasaba a ser tenido por migajas. La multitud callejera, en tanto, no tenía dirigentes. No tenía una agenda clara, un petitorio. Era como si la existencia misma les doliera a millones de chilenos. Cada uno salía a la calle con un cartel que decía quién era y cuál era su demanda. El conjunto parecía algo mucho más salvaje que un movimiento de ciudadanos indignados: se trataba de consumidores abusados. Abusados en su salud, en su vivienda, en sus estudios, en sus pensiones y en su transporte. Individuos cansados de pelear solos contra una maquinaria infinita de call-centers públicos y privados. Sujetos radicales torturados por su propio aislamiento que salían a tratar de encontrarse con otros, sin saber qué era eso ni cómo funcionaba. Hijos del orden neoliberal gritando a los políticos “yo te pago, hijo de puta, dame lo que quiero”. Ahora ya. Clientes con la razón y la fuerza. Clientes furiosos.

A principio, el estallido social me emocionó. Me sumé a él. Marché en las calles. Dije “gracias, compañero”, “permiso, compañero”, como en mi época de estudiante. Canté “el pueblo unido” en sucuchos que seguían vendiendo cerveza a pocas cuadras de donde una lluvia de lacrimógenas y perdigones caía con la naturalidad de todo lo que mata. Destruí dos cucharas e inutilicé una pobre olla en los eternos, infinitos cacerolazos. Pero luego vino el miedo al abismo. El temor a que, en realidad, hubiéramos dejado de existir. El horror de esos personajes de cuentos y películas que sólo en la mitad del relato notan que están muertos, y que los que ellos tomaban por fantasmas eran los vivos. Comencé a pensar que Chile se había terminado. Recordé, con infantil arrepentimiento, haber repetido tantas veces, livianamente, frente a tanto hecho miserable, “que se acabe Chile”. Como si de tanto repetirlo hubiera pasado. Y pensé que quizás por eso el movimiento estaba decapitando todas las estatuas y nos aferrábamos tanto a las banderas mapuches, como si tratáramos de volver todos al sitio de Santiago por Michimalonco, regresar todos en el tiempo a ese 11 de septiembre del siglo en que se fundó nuestra angustia, y ayudarlo a conseguir una derrota definitiva, total, contra nuestros tatarabuelos. Contra los tatarabuelos de este país mestizo que ya no había ningún mito que lo cuajara. Contra los que querían fundar esto que nosotros buscábamos sacar de raíz y arrojar de una vez al mar. Contra los patriarcas de la mentira originaria.

Y mientras más pensaba en todo esto, más me atormentaba la figura del primer pinochetista. Comencé a estar seguro de que la clave de toda la catástrofe de Chile estaba, de alguna manera, escondida entre las líneas de nuestra conversación. Sabía que mi interlocutor habitaba las ruinas de sus propios sueños desde antes, sabiendo que lo eran. Lo que no me quedaba claro, lo que me sigue quitando el sueño, es si nuestro destino son esas mismas ruinas. A veces, leyendo al primer pinochetista, pienso con horror que nosotros, todos nosotros, incluyendo a los sobrevivientes de la dictadura y a los cabros que ahora quedaron sin un ojo por culpa de balines disparados con maldad imbunche, también lo somos. Los últimos pinochetistas. Los pinochetistas sin opción ni percepción de serlo, atrapados en laberintos y ruinas que no entendemos, porque ni siquiera vemos. Los pinochetistas finales. No sé si esto se entiende. Si supiera, en todo caso, no estaría compartiendo estas líneas con ustedes.

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