Familias como casas

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La nueva serie de Netflix The haunting of Hill house trae a colación el viejo lugar común de la mansión embrujada. Pero además recuerda otro lugar común: más que el miedo abstracto que puedan provocar los muertos, lo que se debe temer es el dolor real que pueden causar los vivos.


Como dijera el novelista Guillermo Saccomanno citando a Ronald Laing, la familia es una institución mafiosa y aquel que la deja, aquel que se va, aquel que huye, debe ser liquidado allí donde se encuentre porque es portador de un secreto. Por eso tiene sentido, completa Saccomanno, que en las familias donde el secreto es insoportable surjan escritores.

En los Crain, la familia que protagoniza The haunting of Hill house (disponible en Netflix) hay un escritor, que además es el primogénito. Es un autor de historias paranormales y -como lo exige el cliché respecto a ese gremio- es un descreído en temas de fantasmas y apariciones.

Desde luego, su escepticismo es sólo fachada para ocultar un trauma de infancia. En la serie -inspirada de forma muy oblicua en la novela homónima de Shirley Jackson- la casa Hill es una mansión en el campo. Es también el lugar donde los niños Crain viven sus últimos días de felicidad, antes de una noche atroz en la que deben huir del lugar arrastrados por su propio padre.

Lo más interesante de la serie es la velocidad con que uno entiende que la pregunta respecto a qué sucedió en verdad dentro de la casa Hill es menos importante que la pregunta de qué sucedió con la familia después de vivir ahí. Sobre todo considerando un dato cruel que se menciona a la pasada: los Crain no son, de hecho, personas capaces de solventar la compra de una mansión de ese calado. La han adquirido como una inversión, para renovarla y venderla por el doble de su precio. El nuevo hogar es siempre temporal, el nuevo hogar es un proyecto inmobiliario, el nuevo hogar es, en el fondo, un enorme y cochambroso departamento piloto.

The haunting of Hill House es una historia sobre fantasmas, por supuesto. Pero no necesariamente sobre figuras de negro y mujeres flotantes (aunque esas criaturas abundan en la serie) sino más bien sobre los fantasmas que la gente común carga en su memoria desde la infancia hasta la adultez: el dolor de la primera mascota muerta, la frustración de tener un padre ausente, la desesperación de tener una madre sumida en el pasmo.

La casa Hill -y esta es una de las grandes muestras de genio de la serie- no es un catalizador sino más bien una caja de resonancia. Antes que aterrar a los Crain con duendes y demonios, hace florecer en ellos tensiones y dolores que dormían en estado larvario en cada uno de sus miembros. Tanto es así, que uno de los personajes, en un viaje en mitad de la noche, le confiesa a otro que se sometió a un tratamiento de esterilización: el problema de nuestra familia, le explica, no es sobrenatural sino mental. Y él, en su único gesto como adulto, ha decidido no perpetuar su estirpe en la siguiente generación.

¿Son todas las familias casas embrujadas? Por cierto. En cada grupo familiar hay pasillos secretos que se mantienen ocultos gracias a la ceguera voluntaria de los adultos y la indefensión muda de los niños. En un sub-argumento de la serie, una de las hijas Crain descubre que una paciente suya, una niña pequeña, ha convertido en fantasía personal (un monstruo que la visita en sueños) algo que en realidad es un episodio de abuso. No hay nada sobrenatural en el trauma de la niña. Pero por cierto que hay un fantasma dentro de ella.

Las apariciones, le dice el escritor a una mujer en el primer capítulo, son antes que nada la encarnación inconfesable de un deseo. El marido muerto que flota sobre la cama, la abuela invisible que hace sonar las ollas de la cocina en la madrugada: ejemplos de nuestra esperanza en una existencia post-mortem, en la remota posibilidad de volver a encontrarnos con la gente que perdimos y, sobre todo, con el tiempo que perdimos.

Pero no hay hasta ahora ninguna prueba de que los muertos nos vigilen, nos visiten o siquiera estén interesados en saber de nosotros. Como dice el Eclesiastés, los muertos nada saben y "su memoria es puesta en olvido". De lo que sí tenemos pruebas en abundancia con apenas leer los diarios es acerca de los horrores de la cárcel familiar. Es ahí donde The haunting of Hill house alcanza momentos que trascienden el género, el medio y la misma novela original. Shirley Jackson escribió un libro donde el mundo ultraterreno, a pesar de todos sus terrores, podía traer consuelo a personas demasiado rotas por el mundo real. En la serie inspirada en el libro, en cambio, esa casa llena de crujidos donde se escuchan ladridos de perros que nadie ve, no es tan atroz como la red de mentiras y heridas mal cerradas que la familia Crain tiende sobre su pasado para poder huir al futuro.

Muchas personas que conozco tienen vidas adultas, sus propios hogares y sus propios hijos. Pero a veces, en una conversación o incluso en una broma, dejan entrever que todavía no salen de la casa donde crecieron. Que despiertan en la noche y, por un minuto, en la oscuridad rodeados de la telaraña del sueño, se preguntan dónde están, si siguen en la casa, si alguna vez salieron, si alguna vez alguien vendrá a decirles que por fin tienen derecho a salir de ahí.

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