No todo es culpa del neoliberalismo

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La historia de la educación tiene mucho que aportar en el análisis y diseño de las políticas públicas porque cada uno de los debates ideológicos llevados a cabo en nuestro país han pasado por la escuela. Y esta no es la excepción.


Llama la atención que los últimos actos vandálicos en el Instituto Nacional hayan merecido una escasa atención de la opinión pública. ¿Será el fastidio de haber visto las mismas imágenes una y otra vez, sumado a una total incomprensión de lo que exigen los estudiantes? Ya no se entiende cuáles son sus consignas y da la impresión que ellos tampoco lo saben. El asunto evidencia con dramatismo el argumento central de la reciente trabajo editado por Víctor Orellana, Entre el mercado gratuito y la educación pública. Dilemas de la educación actual publicado por Lom y Nodo XXI.

El libro critica el desmantelamiento de la educación pública debido al impacto causado por la mercantilización de la enseñanza introducida por el neoliberalismo desde la dictadura. Y acto seguido enfatiza que la reforma del gobierno de Michelle Bachelet no soluciona nada, o muy poco, porque sus medidas (fin de la selección, del copago y del lucro; gratuidad progresiva y centralización institucional) son un retoque progresista sobre un diseño que sigue estando organizado en base al principio de subsidiariedad.

La  pregunta es si la educación pública es la solución tal como lo proponen los autores. Lo digo porque si uno revisa cómo se construyó el sistema nacional de educación, comprende la existencia de una matriz mixta de financiamiento y políticas. Eso echa por tierra varios supuestos que han guiado erróneamente nuestro debate, y ya es hora de explicitarlos. Primero, no ha existido ni una sola escuela o liceo sin la cooperación de la población, así como ningún colegio o universidad particular puede funcionar sin el aporte del Estado. Ninguna. Segundo, el subsidio a la demanda no comenzó con Milton Freedman y los vouchers en los '80 sino desde el origen mismo de los sistemas educacionales y siempre fueron calculadas a partir del número de niños asistentes, es decir, a la demanda. Lo que ha cambiado es el monto de los recursos y el mecanismo de asignación. Y tercero, tampoco el neoliberalismo comenzó con el trato indiferenciado del Estado entre los establecimientos públicos y privados provocando la degradación de los estatales. Ya en la década de 1950 la Ley de subvenciones hizo de las escuelas particulares escuelas públicas baratas al calcular el monto del subsidio en función del costo por alumno fiscal.

La historia de la educación tiene mucho que aportar en el análisis y diseño de las políticas públicas porque cada uno de los debates ideológicos llevados a cabo en nuestro país han pasado por la escuela. Y esta no es la excepción. El libro debate en esa lógica ideológica y se olvida a ratos de la historia para argumentar que la reforma de Bachelet se quedó corta porque en su seno subyacen dos almas: la concertacionista que no solo valora ciertos principios neoliberales (aunque los critica) sino que los consolidó durante la Transición; y una "verdadera" alma reformista (¿socialista?) cuyo caballito de batalla es recobrar la educación pública.

¿Por qué? Porque la peor culpa del neoliberalismo fue borrar el sentido universalista, cívico y republicano de la educación pública. Es esta pérdida irreparable del profundo sentido de cohesión social que reviste la educación la consecuencia más estructural que ha provocado este tipo de enseñanza masiva-lucrativa. Y agreguemos, es lo que expresa ese brutal enojo de los estudiantes contra sus propios liceos.

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