Nosotros, los hombres

AgenciaUno

Todo esto contribuye a una sensación -subjetiva, por cierto- de pérdida de poder masculino. Mientras nosotros sentimos que ellas han avanzado mucho en derechos, ellas constatan objetivamente las brechas de ingresos entre hombres y mujeres.


En sintonía con una tendencia mundial, las mujeres chilenas también se hartaron de nosotros, o al menos de parte de nuestra masculinidad. Con una energía inesperada, se han movilizado contra la violencia de género, es decir contra nuestra violencia física, psicológica y sexual, haciendo visible un malestar latente. La rebeldía empezó en las universidades por parte de jóvenes estudiantes que denuncian la asimetría de poder en la relación alumna-profesor. A la toma en la Universidad Austral siguió la de la Facultad de Derecho de la Universidad de Chile, motivada por la insatisfactoria resolución de un sumario. Esto sirvió de detonante para la organización transversal de las estudiantes reunidas en la masiva marcha del 17 de mayo y simbolizada en una inédita puesta en escena de varias jóvenes en la Casa Central de la Universidad Católica.

Las imágenes de ese día proyectaron el debate sobre los alcances y significados de la violencia de género -la nuestra-, que continúa extendiéndose como reguero de pólvora en las calles, las redes sociales y en la conversación cotidiana. Dónde y en qué terminará este movimiento, es una noticia en desarrollo. Sin embargo, resulta evidente que hay contexto y contenido para que el tema se tome la agenda.

Una de las dimensiones más cotidianas de la violencia de género es el acoso sexual, tan extendido que una gran mayoría de ciudadanos, hombres y mujeres, considera que es algo habitual. Según mediciones de victimización, más de 1/3 de las mujeres se han sentido víctimas de algún tipo de acoso por nuestra parte. Esta cifra es sustantiva y probablemente aumenta si se considera a víctimas indirectas, tales como madres, padres, hermanos/as de las víctimas.

En ese contexto, es llamativo, pero no sorprende, que la violencia de género no se tomara antes la agenda. Y digo que no sorprende pues para la mitad de la población, los hombres, este tipo de violencia está bastante naturalizada. Es parte del cómo conversamos, miramos, enjuiciamos y nos relacionamos con las mujeres. Derechamente, para nosotros este no es -o al menos no era- un problema que ameritara protestar, marchar ni menos desatarse masivamente en las calles y universidades. Con suerte nos resultaba un problema de política pública, de regulación jurídica. Sin pretender arrojarme la representación de todos los hombres, habiendo conversado mucho al respecto, intuyo que una gran mayoría de nosotros pensamos, o más bien pensábamos, que el acoso y otros tipos de violencia hacia las mujeres debían ser enfrentados individual y jurídicamente por las mujeres afectadas antes que por un movimiento colectivo.

Particularmente, para las generaciones de hombres como la mía y anteriores -X, o de 45 años y más-, mucho de lo que las mujeres significan hoy como violencia masculina, es parte de una socialización de género que asume con cierta naturalidad una supuesta superioridad de lo masculino en todas las dimensiones no domésticas de la vida; en lo sexual, lo laboral, lo intelectual, lo físico, etc. Una generación que creció segregada escolarmente en términos de género y formada en la diferenciación de roles; que asumió que cosificar a las mujeres, entenderlas como un objeto a su disposición, era -insólitamente- normal y natural.

A pesar de los cambios culturales, creo ingenuo pensar que este machismo de base se extinguirá espontáneamente entre las nuevas generaciones, en principio mucho más simétricas. Basado en estudios de Criteria, me atrevo a aseverar que la mayor autonomía económica, política y sobre el propio cuerpo alcanzadas gracias a los graduales espacios de poder conquistados por las mujeres en las últimas décadas –no olvidemos que el derecho a voto femenino es de 1949-, no han sido del todo gratos para nosotros, incluidos aquellos de generaciones más jóvenes, aun cuando entre ellos haya mayor correspondencia de derechos entre géneros. En general, a los hombres nos resulta muy difícil expresar públicamente este malestar, porque se contrapone a la mentalidad moderna y a la noción de lo políticamente correcto. Quejarse es contra tendencial, pero no por callada, la incomodidad masculina deja de existir. Es bastante evidente que esta suerte de censura autoimpuesta en el lenguaje, que se relega a la esfera de lo privado, encuentra desahogo con comentarios enmascarados en las redes sociales o re-tuiteando otros mensajes discriminatorios de quienes osan públicamente espetarlos (cómo olvidar el affair Gumucio).

Todo esto contribuye a una sensación -subjetiva, por cierto- de pérdida de poder masculino. Mientras nosotros sentimos que ellas han avanzado mucho en derechos, ellas constatan objetivamente las brechas de ingresos entre hombres y mujeres, las asimetrías en los espacios de administración de poder de unos y otros, el inverosímil número de rectoras del Cruch, el tiempo dedicado a labores domésticas, el acoso callejero y un sinfín de discriminaciones, sintiendo que falta mucho espacio por conquistar.

Vivenciando a diario estas asimetrías y discriminaciones de parte de nosotros los hombres, finalmente las mujeres decidieron revelarse. Y sí, fueron las mujeres, las víctimas de una violencia de género histórica y naturalizada que este 2018 salieron masiva y efusivamente a decirnos basta.

No me queda claro si como han señalado por ahí, citando a Marcuse, la verdadera revolución es feminista. Lo que sí me resulta nítido, mirando las imágenes de las últimas marchas, es que los derechos se conquistan con la rebeldía de quienes más carecen de ellos.

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