Olor a pobre

Quizás, más que una torre gigante  en Avenida Colón, lo que necesiten muchos chilenos es vivir un tiempo en la verdadera pobreza, para que dejen ese olor a clasismo que exudan y se impregnen un poco del olor a la justicia y caridad que en sus barrios escasea.


El olor a pobre, escribió el dramaturgo Luis Barrales,  puede distinguirse: es un olor como de una humedad permanente, como de una humedad que viniese desde la médula de los huesos mismos y que fuese atravesando todo hacia arriba. Es un olor de flemas eternas que nacen en pulmones criados en el frío. Es un olor de perdida de autoestima, es un olor que lo impregna todo.

¿A qué le tienen miedo los vecinos de Las Condes? ¿A qué la Rotonda Atenas se impregne de este "olor a pobre" y en las calles aledañas deje de sentirse ese aroma a perfume de duty free (y no una copia pirata) o las famosas empanadas sin exceso a cebolla que se venden en el strip center local?

La rebelión que desató la decisión del alcalde Lavín de construir un edificio con viviendas sociales en el corazón de la comuna tiene mucho de pobreza. Pero de pobreza de alma por parte de aquellos que buscan cualquier excusa para justificar su oposición. Escudándose en argumentos como el colapso vial, la devaluación inmobiliaria o el caos demográfico, los vecinos del sector dan cuenta de un profundo clasismo y una discriminación social inaceptable.

Quizás el municipio podría haber hecho una consulta popular para escoger entre distintas alternativas. Quizás el alcalde podría haber hecho un esfuerzo adicional en su disputa con Vitacura e imponer la construcción de las viviendas sociales en esa comuna. Quizás muchas cosas más. Pero nada de esa discusión adicional justifica que un grupo de vecinos se junte a cacerolear y anunciar un cataclismo social porque la comuna sea sometida a este experimento de integración social.

Los pobres no tienen un olor especial. Los pobres no muerden. Los pobres no te van a infectar con nada. Los pobres son personas igual que cualquier otra, con la única diferencia que no han tenido los privilegios y oportunidades que muchos de aquellos que se juntan para seguir marginándolos. Ojalá muchas de las personas que están preocupadas de las condiciones del tránsito o de la plusvalía de sus casas, se dieran una vuelta por comunas mucho más pobres y vivieran, aunque sea un día, los sacrificios y la dureza que millones de chilenos viven día a día.

Porque los pobres no tienen acceso a cinco supermercados a la vuelta de la esquina; ni a farmacias cada dos cuadras, bencineras o servicios de todo tipo. No tienen el privilegio de parques con juegos infantiles; multicanchas; consultorios ni clínicas de calidad en las cercanías de su hogares. Los pobres no tienen una extensa red de transporte público en la puerta de su casa, ni viven con la tranquilidad y la paz con la que cuentan los vecinos de Las Condes, que no tienen que encerrarse a las 8 de la noche en su casa por temor a morir víctimas de una bala loca o caer en las manos del narcotráfico.

Bien le haría a estos verdaderos desadaptados sociales –los vecinos de Las Condes – impregnarse un poco del olor a pobreza. Un olor que está curtido por el sacrificio de la madre trabajadora, que tiene tres empleos para sacar a su familia adelante; un olor al esfuerzo de esos niños que caminan kilómetros para llegar a la escuela y que, a pesar de todas los obstáculos, logran sacar sus estudios adelante; un olor a resiliencia en cada una de las personas que todos los días resisten el poder de la droga y el camino fácil que les propone el narcotráfico para salir de su miseria.

Quizás, más que una torre gigante  en Avenida Colón, lo que necesiten muchos chilenos es vivir un tiempo en la verdadera pobreza, para que dejen ese olor a clasismo que exudan y se impregnen un poco del olor a la justicia y caridad que en sus barrios escasea.

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