Pinochetismo y literatura

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Si bien es brutal la pretensión de tener un gobierno inspirado en Pinochet y sus secuaces, es comprensible que el pasado nefasto se transforme en un paraíso mental. Los años negros constituyen un trauma que desata pulsiones incontrolables.


Ha vuelto el pinochetismo desembozado. Ya era hora que dejaran de fingir los que estaban cómodos en dictadura. No soportan los riesgos de la libertad, nunca les gustó. Mejor estén a la vista que escondidos tras fachadas democráticas. Para ellos los dramas innombrables, los crímenes y desapariciones, las torturas son el costo inherente a vivir bajo el régimen de quien consideran un salvador. El pinochetismo no ha cambiado un ápice desde que se dejó ver. Con los años se ha perdido la vergüenza y las ganas de reivindicar al dictador y su obra. Hoy tienen vocero: José Antonio Kast, a quien se pliegan las fuerzas nacionalistas y xenófobas, el fascismo light que niegan, aunque sea evidente y violento.

Quizá vale la pena recordar cómo era la cultura pinochetista. Precariedad máxima, calles grises, toques de queda, censura y manipulación de la información. La incertidumbre se había convertido en un estado de ánimo social deprimente. La sensación de no saber qué podía acontecer estaba en el aire. Se respiraba junto al terror y la mediocridad. Las noches eran de temer. Se paseaban los autos marca Ford, modelo Opala, sin patente por las calles. Las fiestas concluían en locales habituales: el Jaque Mate, El Insomnio y la Casa de Cena, esta última abría toda la noche, era frecuentada por artistas de la farándula y los sicarios de la CNI.

Si uno quería comprar un libro, las opciones eran restringidas. Estaba la Feria del Libro, los usados en San Diego y la librería Altamira, ubicada en un pasaje cerca de la calle Huérfanos, era el único sitio donde se encontraban libros importados. Durante los 80 se leía con devoción a Raymond Carver y Charles Bukowski. Los más sofisticados iban tras el primer Ian McEwan y a Patricia Highsmith.

Enrique Lafourcade fue un personaje crucial de esos años. Su espacio en la Plaza Mulato Gil, donde dictaba un taller y vendía libros, reunía escritores. Lafourcade era famoso por Palomita Blanca, sus participación en programas de televisión y por una columna extensa, que era comentada en las sobremesas de la elite. Gozaba de una insolencia inofensiva. Las verdades –en cambio– provenían del crítico José Miguel Ibánez Langlois, alias Ignacio Valente, quien juzgaba semanalmente libros e ideas en su columna. El poeta pinochetista sin complejos era Braulio Arenas. El fundador del surrealismo nacional y un autor de valor indudable. No  ocultaba su simpatía por la dictadura. El resentimiento lo llevó a ser un esbirro que escribió panfletos, como uno sobre el cometa Halley que aún conservo.

Uno de los mitos que perdura hace referencia a la casa de Mariana Callejas, la mujer y cómplice de Michael Townley. Bolaño revisitó esa historia en su novela Nocturno de Chile. Y se han escrito cuentos, montado obras de teatro y varios textos periodísticos que tratan de desentrañar quiénes iban a esa mansión y si era posible no enterarse de las atrocidades que se cometían en ella. El relato es simple y oscuro, late en la memoria. Es un símbolo del pinochetismo literario.

La sensación de encierro y de angustia impregna los años de Pinochet. Había poco que leer en la prensa oficial. La crítica literaria de Enrique Lihn fue un antídoto para contrarrestar las voces conservadoras. Sus textos ensayísticos introducían a nuevos autores. La publicación, por parte de Lihn de los poemas que conforman El Paseo Ahumada y La aparición de la Virgen ayudó a integrar voces estridentes y populares que aludían a la miseria y lo grotesco. Nicanor Parra entregó lo suyo en 1977: Sermones y prédicas del Cristo de Elqui, que usó máscaras delirantes para denunciar. Y con Hojas de Parra sintetizó su última etapa. Estaba claro que Raúl Zurita era la nueva estrella. Había remecido la poesía con Purgatorio y Anteparaíso.

La narrativa sobre la dictadura se escribió en el exilio. José Donoso era la figura y lo acompañaba Mauricio Wacquez. Produjeron novelas ambiciosas, tremendas, Casa de campo y Frente a un hombre armado. Lograron sacudir el realismo con estilo y rareza. Lumpérica de Diamela Eltit constituía un texto poético, un satélite literario al que pronto se le sumó El cuarto mundo.

Entre los documentos testimoniales de esa época, estaba Tejas verdes de Hernán Valdés que circulaba en fotocopias, y las entregas semanales de Un viaje por el infierno del Gato Gamboa. El tiempo de las protestas fue descrito por las voces que recopiló Patricia Politzer en su crónica La ira de Pedro y los otros.

Si bien es brutal la pretensión de tener un gobierno inspirado en Pinochet y sus secuaces, es comprensible que el pasado nefasto se transforme en un paraíso mental. Los años negros constituyen un trauma que desata pulsiones incontrolables. Son nostálgicos de una organización social jerárquica, dedicada al control. Eso los hace sentir seguros. Lo otro les da terror. El miedo los corroe, es su única fuente de ocurrencias. Por eso reprimen en nombre del orden y la seguridad. Son agresivos por falta de recursos intelectuales. Buscan el choque para satisfacer los instintos eróticos que los invaden.

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