Pobreza intelectual

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El antiintelectualismo actual es un obstáculo que no se puede permitir un país cuyos mayores íconos son poetas y artistas de relevancia mundial. La fe en lo concreto, en lo cuantificable, en lo que se puede controlar debe tener un límite. Quienes manejan recursos deberían considerar a los que no participan de sus principios, escucharlos y ver qué sucede en la historia, en la filosofía, en lo que se escribe, ve y escucha.


La pobreza intelectual llegó. Se siente y se nota como nunca antes. Las universidades están en mal estado económico. La desaparición de medios de comunicación, la falta de centros de pensamientos plurales y los escasos estímulos para los interesados en investigar temas humanistas son cuestiones fáciles de constatar. Ganarse la vida está cada vez más difícil para los que escriben y para los que se dedican al arte. También los que emprenden estudios en campos ajenos a las ingenierías padecen dificultades para su financiamiento.

Hay una evidente depreciación del trabajo intelectual. Algunos piensan que es una realidad irremontable donde el valor del dinero arrasó con todo. La sintetiza una frase: "Para qué quiero cultura si tengo plata". Otros dicen que pasará, que este clima corresponde a un período histórico derechista donde el enemigo es la cultura. Ponen como ejemplo a Bolsonaro, que eliminó el ministerio al asumir. Piñera ha hecho lo suyo. Su agenda -en este sentido- es un enigma. La ministra de ramo es cero influyente. Lo que se sabe de su gestión está vinculado al recorte de fondos para proyectos instalados. No financiar el FIDOCS (Festival Internacional de Documentales de Santiago) es un símbolo del estilo equívoco de este gobierno.

¿Qué pasa cuando las ideas pasan a un plano secundario? La historia lo dice una y otra vez: reinan los extremos, lo primitivo, la violencia. Cuando no hay discusión ganan los que tienen más fuerza. Dominan los que confían en su razón como única medida y sospechan del resto. Son personas afectadas de narcisismo, con precarios conocimientos y odio hacia los que saben más, pero tienen menos. Creen que el éxito comercial es una medida que se aplica a todas las esferas. Desprecian a los intelectuales, dicen que son inútiles, ociosos, que buscaban la quinta pata al gato y practican la reflexión inconducente. Son los mismos que niegan la historia cuando no les conviene, sin tener el talento para escribir una alternativa.

A los culpables de propiciar esta situación calamitosa hay que buscarlos en los gobiernos del pasado, cuyo sello cultural fue nulo o borroso. Si bien se engendró un Ministerio de las Culturas, los recursos que le otorgaron siempre fueron insuficientes, así como su importancia y peso en el gabinete.

Ser antintelectual hoy no significa lo mismo que en el siglo XX. He conocido grandes lectores y cinéfilos que se inclinan por una estética directa, sin recovecos, y por un tipo de literatura destinada a la narración de historias, que se ríen y pasan por alto lo que llaman "la alta cultura". Están lejos de repudiar lo distinto, solamente han optado por una línea. Prefieren a Clint Eastwood y a Richard Ford que Jean Luc Godard y Sylvia Plath, para graficar las divergencias.

Qué lejos están esas discrepancias de los burócratas que siente miedo y vetan lo que consideran transgresor desde sus lugares de poder. El antiintelectualismo actual es un obstáculo que no se puede permitir un país cuyos mayores íconos son poetas y artistas de relevancia mundial. La fe en lo concreto, en lo cuantificable, en lo que se puede controlar debe tener un límite. Quienes manejan recursos deberían considerar a los que no participan de sus principios, escucharlos y ver qué sucede en la historia, en la filosofía, en lo que se escribe, ve y escucha. Salvo que estén decididos a practicar el fanatismo y la ceguera. Cuestión que tornará el ambiente en un hervidero.

Pronto estará a la venta Serotonina, última novela de Michel Houellebecq. En ella están descritas las motivaciones de los franceses que se ponen los chalecos amarillos para protestar. Este autor fue capaz de percibir antes el malestar y sus detonaciones. La literatura y el arte alumbran primero que la sociología, las encuestas y el Bigdata las sensaciones que palpitan en la sociedad. La intuición es un radar aún más poderoso que los algoritmos.

Ningunear la cultura es una forma de entender la sociedad que lleva a la decadencia. Es una actitud que implica no anticipar los conflictos encriptados en el lenguaje y en hábitos que no se pueden medir. Cuántas palabras muertas se oyen de autoridades que hablan de innovación y tecnología. Mucho futuro especulativo, poca memoria y perspectiva. En un país donde la elite sufre de serios problemas de comprensión lectora es imposible generar ciencia y desarrollo. No les mientan a los niños. Enséñenles a leer con pasión, a desplegar la creatividad y a comprender las obras valiosas del pasado. Recién ahí empieza la civilización.

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